Lunes, 15 de Septiembre de 2025

Actualizada Lunes, 15 de Septiembre de 2025 a las 13:30:07 horas

RAFAEL SIMÓN GALLARDO
RAFAEL SIMÓN GALLARDO Lunes, 15 de Septiembre de 2025

El diablo que mata

En las últimas semanas hemos asistido a un espectáculo que debería avergonzar a cualquiera que se diga civilizado: el asesinato de Kirk —republicano declarado, simpatizante de Trump según los informes— y la cadena de excusas que han intentado convertir un crimen en una acción con causa. No hablo aquí de conjeturas frívolas; hablo de la lógica que permite pasar de la condena a la racionalización, de la indignación a la complicidad intelectual.

 

Hay una vieja costumbre humana que debemos llamar por su nombre: cuando el enemigo es lo bastante odioso, se convierte en objeto, no en persona. Se le niega la complejidad, se le reduce a un rótulo y, acto seguido, se  permite todo contra él. Esa costumbre tiene muchos disfraces: el idealismo, la pasión por la justicia, la urgencia moral. Ninguno la justifica. Ninguno convierte la premeditación o la violencia en un remedio legítimo.

 

Los hechos —los que, hasta ahora, se conocen— describen un episodio brutal: un hombre asesinado y una corriente que intenta lavarlo con discursos que suenan a absolución. "Era un trumpista", dicen algunos, como si eso fuera una sentencia de muerte automática. Como si la militancia política bastara para perder la condición humana. Como si, por pertenecer a una tribu adversaria, se pudieran suspender las normas que sostienen una sociedad mínimamente civilizada.

 

Lo preocupante no es solo la impudicia de quienes justifican o relativizan el crimen. Lo que aterra es la pasividad moral de quienes, sin pronunciarse, toleran la narrativa: progresistas moderados que se escudan en eufemismos, intelectuales que tapan su desdén con análisis fríos, ciudadanos que prefieren no mojarse. Todos terminan contribuyendo, por omisión, a que la violencia encuentre su coartada.

 

Giovanni Papini escribió sobre el diablo como figura que se reelabora según la época: no siempre viste cuernos; a veces se envuelve en la camisa de la virtud. Hoy el diablo se disfraza de indignación justa. Se presenta como defensor de los oprimidos y, sin embargo, es capaz de convertir la eliminación del adversario en un acto moral. Esa metamorfosis merece, cuanto menos, una alarma colectiva.

 

¿Es la violencia de izquierda un fenómeno homogéneo y organizado? No siempre. Hay impulsos espontáneos, núcleos radicales, exaltados que actúan por cuenta propia y mascaradas intelectuales que intentan legitimar actos extremos. Lo que hay en común es una lógica: la convicción de que el fin —la supresión de un mal mayor, la defensa de un bien absoluto— exime de escrúpulos. Esa lógica no es patrimonio de una bandera; es la vieja tentación humana de transformar la ira en mandato.

 

Y no nos engañemos con florituras retóricas: la justificación de un asesinato por motivos ideológicos erosiona la democracia. Cuando la discusión política se convierte en sentencia y la sentencia en ejecución, se rompe el tejido mínimo que permite la convivencia. Pierden, sobre todo, quienes no tienen voz. Porque la violencia organizada o tolerada no distingue salvadores de salvados; acaba devorando todo a su paso.

 

Hay que decirlo sin ambages: la izquierda que celebra o relativiza el asesinato de un rival político se ha puesto, por un instante crítico, en el lugar del verdugo. Ese gesto tiene consecuencias prácticas: radicaliza al adversario, legitima la respuesta violenta, y obstruye cualquier posibilidad de reconciliación. Es un tiro en el pie de la causa que dicen defender.

 

Quien cree que se puede eliminar al enemigo ideológico porque viste otra camisa —porque es de derechas, porque apoya a un líder impresentable— demuestra no sólo falta de ética, sino una pobreza estratégica alarmante. Desaparecido el adversario físico, queda la idea; y las ideas no mueren con los cuerpos. Lo que sí puede morir es el respeto por la ley y la posibilidad misma de discutir sin riesgo de acabar muertos por ello.

 

Si algo exige la situación es claridad moral y valentía cívica. Condenar la violencia sin atenuantes es imprescindible. Investigar y judicializar, también. Y, por encima de todo, trabajar para que la política recupere la palabra y pierda la bala como recurso. No habrá victoria moral en una sociedad donde se permite que la violencia sea admisible contra quien piensa distinto; habrá, simplemente, más violencia.

 

Que quede claro: la lucha por la justicia no puede ni debe confundirse con la violencia que pretende imponerla. Los que buscan excusas para el crimen —y los que se vuelven cómplices por silencio— están construyendo un país más peligroso. Y eso, aunque algunos no lo digan por miedo a perder estatus en su club intelectual, lo entienden incluso aquellos progresistas que aparentan moderación.

 

La evidencia del asesinato de Kirk —y la manera en que ciertos sectores han intentado disfrazarla de acto político legítimo— debe ser un despertador. Y, si no lo es, entonces lo que queda es este paisaje triste: ciudadanos que se miran con recelo, ideas que se combaten con balas, y la convicción de que, en la trastienda de cualquier exaltación, acecha siempre el mismo diablo antiguo.

 

*Rafael Simón Gallardo es médico y cuenta cuentos inveterado...

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