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ENRIQUE VILA
ENRIQUE VILA Sábado, 17 de Julio de 2021

Opiniones y dictámenes

Tengo un amigo, uno bueno, el mejor, a quien conozco bien desde pequeño. También puede ser – ha sido – mi peor enemigo, pero la verdad es que llevo más de cincuenta años, con sus picos y valles, entendiéndome con él. Me guardo su nombre porque es muy celoso de su intimidad y, como les gustaba decir a “Gomaespuma” prefiere permanecer en el economato.

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Es, y además se dedica a ello, como ahora gusta decirse “operador jurídico” desde hace treinta años, ¡ahí es na!. Antes las profesiones eran más claras y definidas, el “sales manager” era vendedor; el ahora “CEO” era el jefe o capo di capi y un mitting era, simplemente, una quedada. A pesar de toda esta confusión un “operador jurídico” no es, aclaro, alguien que anestesie al Código Civil o la Ley de Procedimiento Administrativo Común y les intervenga a corazón abierto, en caso de que las leyes tengan tal órgano, lo que es bastante dudoso. Lo que no ofrece discusión es que quiénes han de aplicarlas sí lo tienen y, bajo serio peligro de muerte, no pueden deshacerse de él a la hora de cumplir su función. Más de un “justiciable” lo ha deseado e incluso rezado para que así fuera.

 

Acudo a él cada vez que algo, en ese proceloso mundo jurídico, me chirría. Cuando no entiendo por qué algo evidente para el sentido común no lo es en sentido jurídico y, haciendo serios esfuerzos, intenta explicármelo con palabras llanas alejadas de formulismos. No siempre lo consigue, pero verle esforzarse y sudar  merece la pena.

La última vez ha sido con ocasión de la reciente sentencia de nuestro Tribunal Constitucional que ha declarado parcialmente contrario a la Norma Fundamental el Real Decreto 463/20 de 14 de marzo por el que el gobierno declaró el Estado de Alarma. Frente a la misma me desconcierta y no acababa de entender por qué, si las medidas resultaban necesarias para atajar, paliar o minorar, la puñetera madre que parió al Covid19 (parece que en esto sí hay consenso), el Tribunal interprete de la Constitución ha considerado ilegal parte de la citada norma. Y va y me lo explica.

Dice, son sus palabras, que nuestro sistema de gobierno, al igual que el de la gran mayoría de los países occidentales, es democrático. En principio, y sólo en principio, ello significa “gobierno del pueblo” que se traduce en que los dirigentes se eligen mediante sufragio universal (todo ciudadano mayor de edad tiene derecho a votar y ser votado, con independencia de su cualificación académica, social, económica, y de cualquier otra índole). Estos son los integrantes del Congreso de los Diputados y del Senado. Estos, a su vez, y por el sistema de mayorías eligen el gobierno, es decir, los primeros son el Poder Legislativo y los segundos el Poder Ejecutivo.

Mientras que a los primeros les corresponde elaborar y aprobar las leyes, a los segundos les toca ejecutarlas y, no siempre, cumplirlas también. En el caso de que determinada ley o norma de cualquier rango, se demostrara obsoleta, inservible o mejorable, la función – la obligación – del Poder Legislativo es poner en marcha los procesos de derogación y cambio de esa norma, bien a iniciativa propia, bien a indicación del Poder Ejecutivo, bien, incluso (dicen que algún caso se ha dado) a iniciativa popular.

 

Como es evidente que este sistema aúna (incluso identifica) los Poderes Legislativo y Ejecutivo, un tal Montesquieu (franchute para más señas) elaboró la propuesta del equilibrio y separación de poderes. De este modo a cada uno de los TRES poderes del Estado (de Derecho) le corresponde una función diferenciada. El último poder pendiente es el Poder Judicial que vela por el cumplimiento y aplicación de las leyes conforme al sistema de fuentes previsto en el Código Civil, algo alterado por la entrada en la Unión Europea. Su cometido viene previsto expresamente en el art. 117 de la Constitución en el Título VI (Sexto) pero antes, dentro del Título Primero “Derechos y Libertades Fundamentales”, Capitulo II (Segundo), se contiene el derecho fundamental de todas las personas a la llamada “Tutela judicial efectiva”. Esta tutela debe ser proporcionada por los Jueces y Tribunales ejerciendo sus funciones.

A diferencia de los poderes legislativo y ejecutivo, este cuerpo funcionarial no es elegido, es decir, no se somete a la decisión del pueblo quién o quiénes pueden integrarlo, sino que, dado lo sensible y peliagudo de su función, acceden por medio de un complicado, trabajoso y extenuante proceso de selección en el que han de demostrar su capacidad, conocimientos y aptitud para integrar el esencial tercer poder. No es fácil me dice, no llega cualquiera. Otra cosa es que, alcanzado el grado, cada uno es de su padre y de su madre y tiene los tocaos o virtudes de cualquier hijo de vecino. Son humanos y a veces hasta, algunos, lo parecen.

 

Su función está limitada a la aplicación de la ley conforme se le somete a consideración y dentro de las normas interpretativas también predeterminadas. Seguridad jurídica lo llaman, que viene a significar que, dentro de un margen, se debe conocer de antemano, la legalidad o no de un acto, norma o comportamiento.

Es decir, no pueden – no deben – emitir opiniones o pareceres personales. Estos deben quedar aparcados en la intimidad de su casa o despacho, su función es aplicar la ley y resolver sobre si es acorde a derecho lo que se somete a su decisión con independencia de su convicción personal. Obviamente, es la única garantía de que el Estado de Derecho es realmente eso. Las consideraciones o creencias personales quedan fuera de su cometido e introducirlos en sentencias o dictámenes sería vulnerar la propia ley por quien tiene el deber primordial de respetarla y aplicarla.

Es verdad, me dice este amigo, que se encuentra en numerosas ocasiones con que las sentencias, sobre todo las de poca monta y, normalmente, carentes de revisión por superiores jerárquicos, contienen pareceres no siempre acordes con el resultado del procedimiento, pero la condición humana del cuerpo judicial hace que esto sea totalmente inevitable. Se dan casos, no es lo deseable pero sí inevitable.

La cuestión fundamental es que al legislativo y al ejecutivo se les elige, directa e indirectamente, por sus posturas y consideraciones, por sus opiniones, por sus programas (jajajaja) y por sus promesas electorales, aunque sean sistemáticamente olvidadas una vez alcanzado el cetro de mando. El judicial es un poder no sometido a creencias personales sino al imperio de la ley y así debe ser.

Cuando casi me estaba durmiendo con la explicación entró en el meollo. El Real Decreto en cuestión está previsto para “pandemias” no cabe duda, pero las medidas que el gobierno adoptó afectaban a derechos fundamentales que el Estado de Alarma no tenía, ni tiene aún, habilitación para afectar. De este modo, la sentencia del Constitucional no ha tenido más remedio que indicar que si bien las medidas fueron necesarias, e incluso efectivas, no fueron legales. No es ni su culpa ni su función que la norma sea la que es y que, incluso, año y medio más tarde siga inalterada. No tienen que decidir sobre si fue buena o mala la medida, sobre si fue efectiva o inocua, sobre si es pertinente o no, sino sólo, y nada menos, que sobre si se ajustaba a la legalidad y, para él, es evidente que no lo hacía.

De otro modo, ese poder judicial garantista de la legalidad del Estado de Derecho, habría emitido una opinión política no un dictamen jurídico. Como mi amigo dice, las opiniones son como los agujeros del culo, cada cual tiene el suyo particular y propio.

 

*Enrique Vila es abogado. Fundador del despacho Romiel y Vila Abogados.

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