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JORGE BRUGOS Jueves, 08 de Noviembre de 2018

Campanadas de complicidad 

La plaza del pueblo estaba abarrotada. No cabía ni un alfiler. Las puertas de las rusticas y empedradas casas se veían acosadas por el gentío que acudía a Alsasua a homenajear a la Guardia Civil, ese cuerpo tan fijado en la diana en aquel inhóspito municipio, y a las víctimas del terrorismo de ETA. Una mártir precisamente, fue la encargada de subir el telón. Heroína que al mismo tiempo que relataba su testimonio, las campanas de la iglesia replicaban sin dar una tregua a la voz de la mujer. Por más alto que hablara, el estruendo de la torre de la parroquia de Alsasua impedía que los asistentes al acontecimiento escucharan sus palabras.

 

Relato, que, pese a no haber sido oído, se sobrentiende. Siendo testigo de cómo el replicar de esas campanas silenciaba a una inocente, a una sufridora de la violencia de ETA, pude comprobar el odio que se respiraba en aquel lugar. Cada uno de los replicares que se escuchaban procedentes de la torre de la Iglesia, suponía un bofetón en mi busto. Cara, que no podía dar crédito. Ojos y odios, que inconscientemente se querían tapar. Me sentí avergonzando como católico al ver como la Iglesia colaboraba para silenciar a una víctima de unos asesinos. Puede que el párroco no fuera el que estuviera tocando aquel tono infernal, pero si fue cómplice de ello. Sacerdote, con el que he tenido la fortuna de hablar. Clérigo, que al igual que muchos hombres de Dios en el País Vasco, se lava las manos al ser preguntado por “el carnicero de Mondragón”, ese ruin asesino que anduvo como Pedro por su casa en el acto de España Ciudadana. El Padre dice que se debe a todas las almas, que su obligación como sacerdote es acoger a todos los fieles independientemente de su ideología. Como es de costumbre, el clérigo se posiciona en una situación intermedia para no mojarse en cuanto a los abertzales y los asesinos etarras. Por omisión o por colaboración, la iglesia vasca ha sido y es uno de los principales amparos que tienen los nacionalistas radicales.

 

La Conferencia Episcopal se apresuraba en trasmitir un comunicado en el que se exculpaba al párroco de Alsasua del sabotaje. Mensaje publicado por el diario ABC y por la cadena COPE, medios de comunicación clericales y afines a la Iglesia. ¿Casualidad? No creo. Ese texto es más falso que la presidencia de Pedro Sánchez. Los sacerdotes, al igual, que pasa con otros sucesos como la pederastia, cierran filas entre todos para no deslegitimar su figura. Tibios, actúan de manera impasible mientras varios de sus colegas son cómplices de los asesinatos de ETA. Banda armada, que desde sus inicios ha estrechado vínculos con el clero vasco. Como cuenta Álvaro Baeza en su libro, ETA nació en un seminario, fueron varios los curas que fueron encausados en el proceso de Burgos en 1970 por el asesinato a sangre fría del policía Melitón Manzanas. A Dios rogando y con la pistola matando. Los superiores de aquellos verdugos con sotana, en lugar de llamar al orden a sus pupilos, hicieron borrón y cuenta nueva mirando para otro lado. Apóstoles de Judas, traicionan su labor por sangre de inocentes. Colaboradores del mal como José María Setien, obispo de San Sebastián que no solo no condenaba a los asesinos de ETA, sino que los llamaba revolucionaros elevándolos a los altares. Aquel hombre con alzacuellos y báculo que cuando celebraba funerales de Guardias Civiles impedía que los familiares y allegados de los agentes cubrieran los féretros con banderas de España. 

 

Estoy seguro de que si la Iglesia vasca no hubiera colaborado o ignorado los aberrantes crímenes que ETA cometió, la disolución de la banda hubiera sido una realidad hace ya mucho tiempo. Bendecidos por los siervos de Dios, muchos verdugos se creían tocados por la mano del altísimo para conseguir a cualquier precio la independencia del País Vasco. En vez de apoyar a los débiles, a los que fueron secuestrados, torturados, y asesinados, auparon con su tibieza o simpatía hacia su comportamiento a los que tenían el poder, a los que ejecutaban tales atrocidades. Como si se tratará de algo baladí, los curas vascos mostraban indiferencia ante los muertos de ETA de la misma forma que miran para otro lado a la hora de valorar la violencia que se dio el pasado domingo en Alsasua.

 

Víctimas de una especie de síndrome de Estocolmo, que también sufre la izquierda, equiparan a los constitucionalistas que se dieron cita en aquel pueblo navarro la pasada semana con los lugareños e independentistas que acudieron para amedrentar a los españolistas. Los mismos que nos tiraron piedras, nos llamaron nazis o nos insultaron mientras nos miraban con los ojos rojos llenos de rabia son respaldados por una izquierda que condena la celebración del acontecimiento, pero no las pedradas a Albert Rivera y al resto de dirigentes de Ciudadanos. Como la periodista Elisa Beni, que ven normal que los proetarras atacaran a los constitucionalistas en Alsasua. Como hace la Iglesia vasca, los falsos progresistas, aúpan a los agresores en lugar de amparar a los violentados. Si un amigo me dijo que había rezado por mí la noche anterior, no fue para que apaleara a muchos abertzales, sino para que una de las piedras, botellas, u otros objetos arrojadizos no se precipitaran sobre mi cabeza.  

 

A veces, hay que mojarse, y no solo para lavarse las manos, como hacen muchos cleros vascos y la izquierda española, sino la cara. Ir de frente ante los asesinos y agresores. Cerrar filas en torno a las víctimas. Porque como dice el libro del Apocalipsis, tomen nota mon señores: “Así, puesto que eres tibio, y no frio ni caliente, te vomitare de mi boca”.

 

Abran la boca, griten a favor de las víctimas, y cesen el silencio cómplice hacia los verdugos.                   

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