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RAFAEL SIMÓN GALLARDO
RAFAEL SIMÓN GALLARDO Viernes, 29 de Junio de 2018

Coged las rosas mientras podáis (12)

Viaje a Ítaca

 

"Ítaca te brindó tan hermoso viaje.

Sin ella no habrías emprendido el camino.

Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre,

Ítaca no te ha engañado.

Así, sabio como te has vuelto,

con tanta experiencia,

entenderás ya

qué significan las Ítacas".

 

Marta permaneció sentada en el fondo del vagón de metro. Desde que salió por primera vez con Eugenia se acostumbró a utilizar el suburbano para ir a casa de la chelista y para cualquier otro viaje que precisara por Madrid.

 

Antes solo usaba el taxi, creía que era más personal, más discreto, directo, rápido y sobre todo, protector del mundo, de la gente desconocida que tanto temía pero a cambio también era monótono y aburrido. Por entonces, odiaba el subterráneo; "es tan vulgar", pensaba.

 

Antes, le repugnaba el tufillo a humanidad contenida, las pocas veces que bajaba al metro, cualquier trayecto, se transformaba en un suplicio, en un castigo sin remedio. El contacto tan íntimo con desconocidos, la perdida de la distancia de seguridad, la respiración de otros en su cuello, la falta de manos para resguardar su bolso, la dificultad para atisbar posibles rateros, el olfato certero que no paliaba el aroma natural e infecto del  cuerpo humano desprovisto de los efectos protectores de la cosmética.

 

Al conocer a Eugenia, Marta se había desmontado por completo, se había vaciado de cantidad de rutinas obsoletas que ya no servían a sus deseos y que además eran injustas y le habían impedido desde  siempre,  relacionarse, conocer y disfrutar de cantidad de situaciones que ahora si le agradaban pero antes le parecían insoportables.

 

Se volvió a montar a si misma pero ahora, lo hizo de otra forma, sin cortapisas, sin moralejas, sin instrucciones, con un único respeto y un simple proyecto;  ella misma.

 

Aprendió a buscar a la gente, a desearla aunque fuera anónima. A contactar con los viajeros que compartían con ella el espacio tiempo. Empezó a disfrutar de toda una cantera de inspiraciones fortuitas de las que antes huía. Se fascinó con multitud de sensaciones que se generaban con naturalidad pasmosa al interactuar con lo variopinto, lo extraño, lo distinto y lo común, que cohabitaban durante el trascurso del viaje suburbano formando una extraña amalgama, una orgia improvisada y desordenada de personas y personajes.

 

Rememoró el baile de las "Africans" en el cabaret, donde por primera vez, una mujer la besó y ella respondió con sorpresa al principio para terminar colmada de admiración, hedonismo y pasión, decidiendo en ese preciso instante, un cambio de timón radical y violento en su vida. La gente en el convoy le pareció que bailaba en grupo y ella hoy, sabía que formaba parte de este entorno, "ya no estoy sola como antes, como siempre he estado hasta ahora" oyó en su cabeza.

 

Se maravilló de la escucha de  las  indiscreciones ajenas de los viajeros, de las geniales conversaciones, de las miradas furtivas, de la ropa exótica, de los peinados modernos teñidos de colores imposibles, de las actuaciones, los cantos, las guitarras y acordeones, los poemas, los cantantes y poetas, de los blancos, negros, amarillos y todas sus posibles combinaciones salvadoras de las razas dominantes, de los pedigüeños que se justificaban con escusas casi siempre increíbles pero a veces originales y sorprendentes que ella pagaba con una sonrisa de agradecimiento, de los ladrones que ahora ya no intentaban robarle porque detectaban su integración y su control, su definitiva falta de miedo ante la vida.

 

En ocasiones se sorprendió al constatar como el tiempo era tan relativo, "¿por qué todo se enlentece en el interior del vagón haciendo que los movimientos parezcan a cámara lenta mientras que fuera, la velocidad vertiginosa deforma la realidad tras las ventanillas, alargando las figuras y difuminando los colores?", se preguntó.

 

"Es una paradoja que no tiene respuesta", se contestó al rato, pero le daba igual. "No existe obligación de que todo tenga un motivo, una respuesta, es más fácil simplemente aceptar las cosas tal y como son y como vienen", se repitió en su interior.

 

Y todas estas vivencias, sensaciones, olores, tactos, música, poesía y baile por la módica suma que se paga por un ticket de metro. "No hay espectáculo mejor por tan poco dinero" concluyó.

 

Se percató de cómo hombres y  mujeres, apenas bajaban por las escaleras mecánicas abandonando el exterior e introduciéndose en el metro, perdían el pudor necesario para vivir arriba, trocándolo por la desvergüenza precisa para viajar en el submundo de la ciudad.

 

Mejoró sus oídos para escuchar con nitidez la vida que se manifestaba a través del anecdotario personal de cada cual y de ella misma que miraba, no como simple observadora sino como integrante de ese  paisaje. "Es mejor ser actriz en el teatro de mi vida que simple espectadora", dijo en voz baja, como Eugenia le había enseñado a ser.

 

Le dejó de molestar que algunos tipos, corrieran a sentarse cuando se desocupaba un asiento dejando a ancianos, tullidos y preñadas de pie. No podía dejar de sonreír, era la España del lazarillo que seguía viva y se expresaba sin pudor.

 

Delante de ella, vio como un mocetón, fornido y arrogante, moreno y peludo, agarrado a la barra que compartía con su compadre, un poco más bajo y también más feo, contaba a grito pelado su última conquista amatoria con cantidad de detalles prolijos e innecesarios que rayaban la pornografía barata del soez mientras reía dejando ver sus dientes de alimaña alebrestada. Marta pensó; "Dios es un cachondo, tanto cuerpo para tan poco cerebro". Sin embargo, la jinete deseó que no salieran y siguieran con la narración porque esta no había terminado y no quería quedarse a medias y se estaba divirtiendo de lo lindo.

 

Al otro lado del vagón, una pareja sin definir genero se comía a besos interminables, fluidos y extravagantes. "¿Dos hombres? ¿Dos mujeres? ¿Mujer y hombre quizás?" pensó. Igual le daba a ellos y a Marta también, que a estas alturas, seguía sonriendo mientras recordó las plácidas tardes, noches y mañanas compartidas con Eugenia, las dos desnudas, las dos complacientes dedicadas con sumo interés y efectividad a agradarse in extremis, redescubriendo el sexo y el amor, la ternura y la pasión que a veces coincidía y otras no. Le dieron ganas de gritar, de compartir que amaba a la chelista con toda su alma, pero decidió callar y seguir disfrutando con la visión del beso ajeno tan lubricado y agresivo que tanto le deleitaba.

 

El metro llegó a la parada de "Sol". Era el final de camino para Marta, dejó salir primero a los otros viajeros que le parecieron hormigas hacinadas que se paleaban por salir desordenadas, vivas, luchando por ser la primera. Ella salió lentamente cuando la marabunta se alejó.

 

Se fijó que estaban cambiando la cartelería de la estación, retiraban "Vodafone Sol" y dejaban solo "Sol". Se quedó de pie viendo como lo hacían. Se dio cuenta que ella también había cambiado su cartelería, había dejado de ser Marta hija, Marta esposa, Marta madre, Marta enferma, Marta trabajadora para ser por primera vez Marta, solo Marta.

 

En esas estaba cuando oyó música, aguzó el oído y se dio cuenta que provenía de un chelo, giró sobre sus pies y siguió las ondas de la música como los perros olfatean el aroma de la comida. Llegó al final de un pasillo que se bifurcaba en dos salidas deseando que fuera Eugenia la que tocara, allí vio a una joven de pelos rastados, camiseta abierta y vaqueros que abrazada a su chelo tocaba la famosa melodía de Sting; Roxanne.

 

Y después pasaron más cosas, pero eso fue otra historia.

 

* Rafael Simón Gallardo es médico y cuenta cuentos inveterado...

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