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RAFAEL SIMÓN GALLARDO
RAFAEL SIMÓN GALLARDO Domingo, 22 de Abril de 2018

Coged las rosas mientras podáis (3)

"Atentos a señales luminosas los trenes, los furgones del correo, látigos negros que parten la noche en dos tajos de silencio, dibujan oscuros trazos de secretas escrituras. Alguien hace el cambio de agujas en el muelle: entonces entran al túnel de mis sueños".

Juan Manuel Roca

 

Marta nunca había tenido tanto miedo. Estaba en su coche, con la noche cerrada, en luna creciente, casi sin luz. La huida de la finca de caballos había sido larga y extenuante. Ahí estaba, llena de pánico, en franco peligro, hasta que un paso a nivel, bajó su barrera protectora y la obligó a pararse, a pensar. La mujer seguía jadeante y temblorosa, el ritmo de las luces del alto, iluminaban a ráfagas su cara llena de lágrimas. Apagó el contacto, bajó la ventanilla y respiró varias veces con profundidad, el tren no llegaba, como tampoco nada llegaba a su aburrida vida.

 

Echó de menos un cigarro. Hacía años que no fumaba. Hacía tanto tiempo que no hacía nada que le satisficiera de verdad, que no vivía, que no se arriesgaba, que no improvisaba hasta que por fin, esa misma tarde, se había atrevido a montar, había recuperado a los caballos y a su maestro, el cuidador de animales, parco en palabras y pleno de entendimiento...

 

Nunca había sentido tanto dolor y además, esa noche, el dolor se transformó en pánico y éste, en ansiedad destructora que vaciaba su espíritu. La tristeza la envolvía por completo. El tiempo transcurría diferente. El alto obligado por la proximidad del tren, le ayudó a procesar todos esos sentimientos. Sedimentar tantas impresiones y vivencias recientes, pasarlas todas por su filtro y poder hacer un diagnóstico, solventar su dilema, era necesario y difícil aunque fuera molesto y penoso.

 

Se fue calmando, pero no porque estuviera mejor, el monstruo de la ira empezó a aflorar, apartando los reductos de su miedo, ansiedad y tristeza para tomar el mando de la situación. Se sintió enfadada, pero esta vez, el fastidio no era con su esposo, tampoco con sus hijos, esta vez el enojo, era con ella misma. Marta sabía que era culpable, lo era por sus imperdonables omisiones, por ser irresponsable, por no reconocer la realidad que desde hacía tiempo le gritaba a su sordera.

 

No hay palabras para describir la ira que sentía. No era el dolor de los partos o el dolor de su fractura de muñeca, ni siquiera el de su cáncer de mama aparentemente en remisión. No se curaba con vendajes, con analgésicos ni quimioterapia. Era parecido a la molestia sorda de un dolor de muelas, sin  localización definida, eterno que no respeta el día y se hace grande por la noche. Constante como la gota de agua sobre la piedra, rítmico, parecido a un bolero de Ravel sin final. Finalmente, tuvo la certeza de que para vencer a su dolor, para aplacar su ira, debía operar, amputar, separar y que con remedios paliativos como hasta ahora, nunca lo resolvería. Ante la vía, lo tuvo claro.

 

En ese momento, prefirió morirse, no quería morir matando ni haciendo daño a nadie. Solo pretendía terminar lo antes posible. Terminar con el dolor. El suicidio podía ser una solución. No podía continuar tan envenenada, tan herida y maltratada. No se atrevía a matarse, decidió, pero necesitaba urgentemente que todo acabara, que el dolor diera paso a la calma y al silencio porque si no, enloquecería.

 

Permaneció absorta pensando mientras miraba las luces intermitentes del paso. Se vio rota, ya no era ella misma, estaba aterrorizada. Estaba mas asustada que cuando le diagnosticaron el cáncer.

 

Su marido no era mala persona, era bueno pero anodino. Fue un niño con suerte, de buena familia, alguien que nunca se había enfrentado a la adversidad. Con su vida resuelta desde su nacimiento, sin esfuerzo, volátil, con dinero, infantil y mimado, pero no malo. Había sido el perfecto novio, con él fue muy feliz de adolescente porque en eses momento todo era intrascendente y divertido y el, si algo seguía siendo, era intrascendente, lo de divertido, se había perdido por el uso o por el abuso mas bien. Vivir tanto tiempo al lado de un payaso no puede ser bueno, sobre todo si no te gustan los circos.

 

Marta, lo había querido y tuvo la intención de cambiarlo desde el primer día de noviazgo porque el siempre había sido igual. Ahora sabía, después del tiempo transcurrido, que nadie cambia. Ella no ha cambiado y su esposo tampoco. Por otro lado, él nunca le mintió, siempre fue el mismo: un idiota.

 

Ahora era el momento de buscar oportunidades, nuevas situaciones para poder salir indemne del corredor de la muerte en la que ella sola se había metido.

 

Entonces recordó los suspiros largos de autosuficiencia y los ojos en blanco de su marido cada vez que ella decía algo, no eran insultos formales pero funcionaban como tales. Habían sido el veneno que mina la confianza y la confianza es el cemento de las relaciones.

 

Recordó cada vez que le contestaba con un "lo que tu digas" o los "si claro" y los "que graciosa cariño" todos eran agravios con disfraz que ella siempre había soportado con paciencia.

 

Finalmente rememoró cuando empezaron a mostrar desprecio, los dos, cada uno a su manera, no había sido por un hecho puntual y grave el motivo, la ruptura no llegaba por una metedura de pata, por error imperdonable sino mas bien por el acúmulo de pequeñas cosas nunca resueltas que sedimentaban sobre el suelo creciendo en altura hasta llegar a un techo insalvable que hacía imposible la convivencia y también por la rutina, el aburrimiento y el hastío.

 

Encendió el teléfono. Tenía 15 whatsup sin contestar. Todos eran de el. Metió el teléfono en el bolso. Un silbido oculto en la noche la transportó a la realidad, a lo lejos, el haz de luz del tren, rasgaba la noche y delataba el camino por recorrer. El convoy pasó raudo ante ella y su coche, las ventanitas de los vagones, se sucedían parpadeantes dejando ver a los pasajeros, cada uno con sus sueños y miserias como  le pasaba a Marta.

 

El tren se alejó y la barrera, se levantó perezosa a la vez que sonaba el sonido de las campanas del paso.

 

Marta resopló, miró al frente, giró la llave de contacto y puso primera sorteando las vías, decidió volver a casa. Volver para hablar de las cosas que tanto miedo le daba verbalizar sabiendo que el dolor que sentía solo se curaría si era capaz de hacerlo.

 

Pero lo que pasó al día siguiente, lo que pasó, eso fue otra historia...

 

* Rafael Simón Gallardo es médico y cuenta cuentos inveterado...

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