Del Sábado, 04 de Octubre de 2025 al Jueves, 30 de Octubre de 2025
La última frontera

Quizá porque mi niñez sigue jugando en su playa y escondido tomando cañas estará mi primer amor, pero echo de menos el Mediterráneo. Más bien echo de menos el pedacito de costa vivo. Y es que mar solo hay uno, no hay fronteras físicas que separen los mares. Si las hay, a eso se le llama lago.
Para mí el Mediterráneo es el Postiguet, San Juan, Babel, la Albufereta, Tabarca, Santa Pola, Calpe, la Marina. Nombres que los hombres dan a las playas, a los cabos, a las orillas. Pero el Mediterráneo es mucho más grande. Para alguien de Dubrovnik el Mediterráneo es la playa de Sveti Jakov o la de Belleveu y para uno de Túnez, Hammamet o Mahda. Y el mar sigue siendo el mismo. 46.000 km de costas (que se dice pronto), más de 20 países, cientos de islas, tres continentes, cuatro penínsulas y miles de años de nuestra Historia, autopista de civilizaciones, carreteras invisibles que llevaron y trajeron culturas, dioses, lenguas, guerras.
Solo cuando navegas lejos de la costa aprecias, en todo su esplendor, la sinrazón y la estupidez humana. O tal vez habría que decir la naturaleza humana.
Esa tarde la travesía empezó maravillosamente, con el sol a media altura, el mar tranquilo y un viento suficiente para mover sin problemas el velero. Navegábamos con un rizo a 10 nudos, ciñendo el casco, deslizándose por la superficie, dejando una estela blanca y recta apuntando al puerto que se iba haciendo más y más pequeño hasta perderse, por fin, tras la línea del horizonte.
Poco a poco el mar empezó a embravecerse y 20 nudos por la popa nos impulsaron sin esfuerzo, el casco cortando, como un cuchillo, la tela azul del mar. Los ocasionales pantocazos y las salpicadas desde la proa se alternaban con momentos mágicos en los que el barco parecía patinar a toda velocidad por la superficie del agua. El sol se fue poniendo poco a poco por estribor, una bola naranja sumergiéndose en las aguas, pintando de colores el cielo: rosas, naranjas, rojos. El sonido del viento en la vela y los obenques, y del agua bajo la quilla era lo único que se oía. La luna, apenas una raya blanca, sonreía en el cielo y la oscuridad trajo un mar negro del que saltaban, de vez en cuando, chorros de espuma sobre las olas. Un millón de estrellas en el cielo y la aparición de la Vía Láctea cruzando el firmamento daban una sensación de pequeñez acojonante. Nada a tu alrededor. Solo mar. Ni un barco, ni costa, ni un faro. Solo el barco en mitad del aparente infinito. Aquí no parece haber fronteras y sin embargo, haberlas, haylas: aguas nacionales, aguas protegidas, de especial interés, etc. Fronteras surgidas de la necesidad económica, de la conciencia ecológica; fronteras, al fin y al cabo, humanas. Como todas las fronteras.
Las fronteras humanas surgieron por el miedo. El miedo a los otros, a los extraños, a los invasores por campos, montes o mar. De la Gran Muralla china al muro de Trump, el concepto se repite a lo largo de nuestra historia porque no somos más que un animal con sus instintos y su moldeable intelecto. La muralla de Adriano en Britania, los muros de Ramsés III, de Sesostris, el que separaba Babilonia de Mesopotamia entre el Tigris y el Eufrates, los de César, Trajano, el de Berlín o el de su chalet. Son todos muros físicos que reflejan algo mental y moral. Y es impresionante la cantidad de sinónimos que se pueden encontrar: límite, umbral, linde, cerco, dintel, baluarte, valla, mojón (jeje, ay los sinónimos…), barrera, clavera, coto, muralla, confín, término, divisoria, raya, margen, contorno, etc. A los humanos nos molan las fronteras y sus sucedáneos, parece ser. Solo hay que ver la cantidad de expresiones en donde las utilizamos: “Esto o aquello no conoce fronteras”, “su ambición no tiene límites”, “estamos en el umbral de tal o cual”, “hemos llegado a una situación límite”, “el espacio, la última frontera”, etc.
No es de extrañar: el ser humano es una fábrica de fronteras de todo tipo. No solo en el campo, en los montes o en el mar. También fronteras culturales y económicas. Sindicatos para proteger a determinados individuos, colegios de profesionales para defender sus intereses, partidos políticos que se oponen a otros partidos políticos, equipos de fútbol que ondean banderas de colores (como los ejércitos), asociaciones religiosas que definen quién tiene la verdad y quién no. Hasta por gustos musicales. Fronteras humanas que se extienden a otros grupos humanos: gitanos, gays, hippies, inmigrantes,…cualquiera que resulte “extraño” (en el sentido de diferente).
Y cuando, al fin, el barco se acerca a la costa, sabes que ese pedazo de tierra, ese pedazo del mar, tendrá un nombre. Un nombre puesto por los humanos, como todos los nombres. Pero es el mismo mar que dejaste atrás hace días. Y sabes que al desembarcar habrá personas allí, que tendrán sus propias culturas, lenguas, tradiciones y fronteras. Y que serán diferentes, exactamente igual que en cualquier otra costa. Fronteras que unos quieren levantar y otros derribar. Fronteras que unos ven y otros no. Fronteras en vez de caminos.
Inevitables fronteras, a veces necesarias, vergonzosas algunas, artificiales la mayoría. Fronteras humanas que, cuando sean borradas por el tiempo (me pregunto cuál será la última) volverán a ser simplemente campo, monte y mar.













Rafa Simón | Lunes, 06 de Noviembre de 2017 a las 11:49:14 horas
Excelente en todos los aspectos. Enhorabuena .
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