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JUAN ANTONIO LÓPEZ LUQUE Martes, 20 de Junio de 2017

Agua con sal

- “¿A dónde vais?

- Con una enorme sonrisa de felicidad) ¡A LA PLAYA!

- ¿De dónde venís?

- (Con cara de cansancio total, hombros caídos) de la playa…”

 

La frase que siempre decía mi madre cuando volvíamos de la playa del Postiguet o de San Juan, reventados, llenos de arena, sudados y felices. Mi padre, mi madre, mis dos hermanas, mi primo Paco y yo. 6 en un SEAT 1430, sin aire acondicionado ni cinturones de seguridad. Las ventanas bajadas y al que le toque en medio que se aguante.

 

- “¡Échate p’allá!

- ¡Jolín, mamá, me está empujando!

- ¡Es que se me pega y está sudando!

- ¡Pues tú estás sudando también!

- COMO NO OS ESTÉIS QUIETOS OS VAIS A ENTERAR

 

Ah… qué tiempos aquellos, cuando la madre llevaba un bocadillo para cada uno (a veces dos, por si acaso), esas fiambreras con tortilla (aún no se llamaban táper) y una botella de agua que congelaba el día anterior, no llena del todo para que se pudiera abrir y echarle un poquito del tiempo. Cuando teníamos que esperar dos horas antes de bañarnos debido a una misteriosa situación que nadie había vivido nunca pero todos temían: el corte de digestión. Uno de esos entrañables mitos ancestrales, más falsos que un euro de plástico, y que nos han hecho perder horas y horas de diversión acuática a los de mi generación. Aún hay por ahí gente que lo cree. Hombre, vamoraver, si te comes dos kilos de fabada al sol e inmediatamente te lanzas a un lago pirenaico semi helado, es muy probable que: 1) seas un animal, y 2) que te de un corte de digestión. Pero después de un bocadillo de atún, meterte en el Mediterráneo en agosto, que es una sopa, no entraña peligro alguno, señora.

 

Aun así, aguantábamos lo mejor que podíamos, rebozándonos en la arena y haciendo castillos con foso en sus dos modalidades o estilos arquitectónicos distintos: el de arena seca y el churrigueresco o con arena mojada. El primero y más antiguo consistía en llenar un cubo o recipiente similar con arena húmeda, girarlo graciosamente en el aire y depositarlo del revés en el terreno previamente aplanado. Unas palmaditas en la base del cubo y allí estaba la primera torre. Parece fácil en teoría pero múltiples factores hacían que uno de cada tres te saliera un churro: arena demasiado seca, bolsas de aire, el bestia de mi primo Paco que le daba unas hostias al cubo que de allí solo salía una montaña de escombros… Cuando teníamos torres suficientes, construíamos a mano los muros para unirlas y, después, el foso.

 

El segundo estilo arquitectónico-arenisco-playero consistía en coger un puñado de arena mojada y dejarla escurrir poco a poco formando graciosas estalactitas, pináculos e incluso, con habilidad, puentecillos y arbotantes. Mi hermana Elena era una monstrua en dicha técnica y yo siempre intentaba estar a su altura. Después venía mi hermana Sonia, la pequeñaja, que era más bien Derribos Sonia, y se acababa la historia.

 

Lo más importante era conseguir conectar el foso que rodeaba la fortificación con la orilla para suministrar agua. No era fácil: la orografía de la orilla lo hacía especialmente complicado para un niño de 8 años. Además estaban los paseantes adultos a los que no les importaba una mierda que yo llevara diez minutos comprobando el desnivel de mi foso: al final un pie enorme me jodía casi siempre la obra de ingeniería y me tocaba atenerme al plan B: cubos de agua. Era mucho más trabajo y siempre que volvías con un nuevo cubo lleno desde la orilla, el agua que acababas de echar ya no estaba, chupada toda por la arena. Curiosamente eso no nos detenía y seguíamos trayendo agua como si nada. Angelicos.

 

Y entonces llegaba el momento: era la hora de meterse en el agua, por fin, después de ahuyentado el fantasma del corte de digestión. Y allá que íbamos en estampida, a ver quién salpicaba más ante la atenta mirada de mi madre (“¡no os metáis muy adentro!”) desde la sombrilla. Mientras tanto mi padre, que había asistido a la construcción del castillo, a la distribución de bocatas y al embadurnamiento de crema desde la terraza del chiringuito (eso sí, después de plantar la sombrilla, cosa muy de hombres), bajaba al agua a darnos nuestra ración de persecuciones, capuzones, lanzamientos aéreos, cosquillas y risas varias. Nos parecía un gigante forzudo de la facilidad con la que nos propulsaba al espacio exterior muerto de risa. De pie en sus hombros pasábamos un vértigo que te cagas. Solo nos dejaba cuando el olor a sardina asada llegaba desde el chiringuito, que eso es sagrado.

 

No tenemos sefies de esa época aunque sí fotos en blanco y negro e incluso alguna en color, sobre todo las que hacían mis tíos cuando venían de Alemania y Francia con mis primos. Si nos juntábamos con los primos de aquí, entonces eso era ya la locura: once niños, ocho adultos, cuatro sombrillas, cinco neveras, dos mesas, incontables bolsos, toallas, sillas, tumbonas. A veces venía hasta la abuela. Todos los de nuestras generaciones que tengan fotos playeras de esa época fíjense en que, y esto es curioso, en la mayoría de ellas hay en el fondo una señora gorda con bañador negro (¿se puede decir gordo hoy en día? ¿discapacitado gravitacional mejor?). No tenemos ni una sola foto de los pies con la orilla de fondo pero sí en un patinete (acero y plástico duro, de lo más seguro oiga) de esos pequeños que llevaban fotógrafos playeros para sacarle los cuartos a los padres y que se llevaran un bonito recuerdo veraniego.

 

No recuerdo grupos de adolescentes fumando porros con la música a toda leche pero igual es que no me fijaba, ni esos toldos profesionales de cuatro patas, vientos y avance marca Quéchua. Pero las neveras de playa sí, ¡qué gran y atemporal invento, salvador mudo de deshidratados niños! O cuando llegaba la avioneta que soltaba los balones de Nivea; la de empujones y sofocos que se daba el personal para coger uno, que siempre los tiraban a lo hondo, joder. ¿Y aparcar? Donde pudieras. ¡Cuántas veces hemos visto incautos que aparcaron demasiado cerca de la arena, cuando no estaba todo tan delimitado! Y esas toallas puestas en el parabrisas para evitar la torrija interior, pilladas con los cristales.

 

Y después, antes de llegar a casa, una paradita para comprar horchata o helado y ya, destrozados, la piel quemada, los pies llenos de arena (“¡directos a la ducha!”) era la hora del aftersun, del repeinado hacia atrás y del descanso. Me emociono al recordar esos días.

 

Bendita playa, diversión barata y aire libre para los niños, cervecita y sardinita para el adulto, lugar de regodeo y flirteo para el joven, salud para todos, beneficio económico para la ciudad. La playa, sí. Pero sobre todo el mar. La playa sin el mar se llamaría desierto. Somos unos privilegiados al tenerlo cerca.

 

Que como dijo aquel, la solución para todos los problemas suele ser agua con sal: lágrimas, sudor o  mar.

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