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JUAN ANTONIO LÓPEZ LUQUE Lunes, 29 de Mayo de 2017

La colina de los azulejos

Llegaba allí a mediodía, cuando el sol del verano más picaba y cuando el aire sobre las piedras, ardiendo, ascendía vibrante y cálido. Lo hacía conscientemente, sabiendo que no habría nadie, no solo por lo intempestivo de la hora sino porque el sitio no atraía ni a paisanos ni a turistas. El cielo azul puro no mostraba ni un gorrión, ni palomas, ni siquiera un vencejo, tales eran el calor y la quietud. No se veía un alma y solo se oía el murmullo distante del tráfico veraniego. Era 1985 y había pocas formas de llegar allí. Para mí, conductor novel, era una aventura atravesar los caminos que cruzaban desde Alicante hasta la Albufereta, sin asfaltar, en un Seat Panda. Otras veces me iba andando, bajo la insufrible calina, sin gorra ni agua, como un inconsciente. P’haberme matao.

 

Matojos de esparto, barrilla y tomillo salpicaban aquí y allá la herrumbrosa valla, rota y doblada en algunos sitios, que cercaba el lugar. No había vigilancia, nunca la había habido, tan solo la cerca de alambre desde hacía unos de 10 años. Un cartel apedreado y vencido por el vandalismo, en la cerrada puerta de la valla, resumía perfectamente el asunto: "Monumento Nacional. Prohibido arrojar basuras".

 

Yo me colaba por el agujero de la valla más cercano a los edificios que daban al mar, esos edificios que a punto estuvieron de arrasarlo todo. No es que se viera mucho porque la maleza lo invadía todo pero aún se veían sin problemas los restos, piedras viejas peladas, de lo que un día fue una ciudad. Trozos de muro aquí, cisternas allá, levantaba yo paredes en mi cabeza y me imaginaba otras gentes, otros ruidos, otras épocas. Ni una sola vez apareció nadie por allí a decirme oye chaval, que está prohibido entrar aquí, así que yo seguía mi recorrido evitando rastrojos punzantes, hormigas cabreadas y piedras afiladas, jurándome a mí mismo que, si veía un resto arqueológico evidente no lo cogería, no me lo llevaría a casa, no intentaría venderlo. Yo solo quería imaginar. Imaginar las vistas sin los edificios de delante, sin las urbanizaciones de atrás. Desde ahí, hace 2000 años se podría ver toda la costa hasta Santa Pola y todo el interior hasta las montañas. Debió ser un sitio espectacular.

 

Y me iba de allí siempre con una sensación de pérdida, de tristeza por no poder imaginar hasta el último detalle. ¿Cómo eran las casas? ¿Las pintaban de colores? ¿Cómo eran sus gentes? ¿Cómo sonaban sus conversaciones, sus canciones? ¿Quiénes fueron los primeros en vivir allí? ¿A qué se dedicaban? ¿Y quién fue su último habitante? ¿Por qué se fueron? ¿Cómo se llamaban?  ¿Están enterrados allí? ¿Por qué eligieron ese sitio y no otro?

 

Con esas me iba siempre, tostado por el sol, la nuca roja, sudado como un cerdo (sí, ya lo sé, los cerdos no sudan) y creo que en una de esas fue cuando decidí darle el disgusto a mis padres y estudiar Historia, básicamente para cotillear el pasado. Y curiosamente yo vivía muy cerca de la calle Conde de Lumiares, que dirán ustedes que qué tiene que ver con esto; pues que resulta que don Antonio Valcárcel, Principe Pío y Conde de Lumiares fue el primero que allá por el siglo XVIII se puso a estudiar los restos y a pedir que se protegieran del secular expolio.

 

Tossal de Manises se llamaba tradicionalmente al sitio. Eso, en castellano significa “colina de azulejos” por la cantidad de restos de cerámica antigua que tenía. Este Antonio, Conde de Lumiares, debió ser un tiparraco de cuidado porque sus padres, los más nobles de Alicante, llegaron a encerrarle en el castillo de Santa Bárbara para ver si lo enderezaban, que le gustaba más la fiesta que a un tonto un lápiz. Pero ni por esas: Antonio era ver una moza y un vaso de vino y se le nublaba el sentío. Solo los esfuerzos de un puñado de locos como el padre Belda en el siglo XX y sus excavaciones sui generi (el tío era cura al fin y al cabo, no arqueólogo) habían ayudado a comprender la importancia del sitio.

 

Hoy en día todo ha cambiado: por fin las autoridades se dieron cuenta de que era una burrada tener las ruinas de la antigua ciudad de Lucentum, la primera Alicante, hechas una escombrera, con sus restos ibéricos y romanos desapareciendo víctimas del saqueo, la desidia y, en menor medida, del tiempo. Y, por cierto, lo siento por los seguidores del Lucentum de basket pero se pronuncia Lukentum no Luzentum, que los romanos no ceceaban como nosotros. Ahora los restos han sido excavados (en parte por profesores que tuve en la facultad, lo que me llena de orgullo y satisfacción) y son un museo estupendo: se han excavado las murallas, las casas, el foro, y han hecho unas reconstrucciones digitales mucho mejores que las que hacía mi cabeza bajo el sol alicantino, la verdad. Ahora es mucho más fácil imaginar cómo fue. Ahora incluso conocemos cómo se llamaban algunos de sus habitantes, como Marco Popilio Onyx, el primer “alicantino” conocido, que se curró unas termas muy molonas.

 

Pero no importa lo bien cuidado que esté, lo fácil que sea reconstruir mentalmente sus murallas y calles. Ese sentimiento de misterio sigue allí. ¿A dónde se fueron las canciones, las risas, las vidas de esas gentes? Creemos que nuestras sociedades, nuestras naciones, nuestros idiomas, nuestras canciones seguirán para siempre. Qué ingenuos somos. Dense un paseo por las ruinas de Lucentum, si puede ser a solas y en silencio, en verano (eso sí, llévense un gorro y agua, por dios). Y cuando estén allí piensen que dentro de miles de años, alguien mirará al cielo azul y se preguntará cómo eran nuestras casas, nuestras canciones y por qué nos fuimos.

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