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JUAN ANTONIO LÓPEZ LUQUE Sábado, 11 de Marzo de 2017

En ocasiones oigo voces…

Autobús línea 24. Alicante-San Vicente, Universidad, 8:45 am. El bus lleno hasta los topes: decenas de jovenzuelos presumiblemente estudiantes se dirigen con más o menos ganas a sus clases. Yo voy de pie cogido a una de las barras de arriba. Desgraciadamente soy demasiado alto para este bus y la cabeza me da en ella y no sé si sacarla por delante como una avutarda o por detrás metiendo barbilla. Intento como puedo no golpear a nadie con mi codo pero aparentemente soy al único que le importa porque los demás parecen resignados a chocar entre ellos.

 

Y en eso que suena un móvil a toda leche. Y no es un estudiante, no se crean; ellos, todos, van luxándose las cervicales escribiendo a dos pulgares y 6.000 palabras por segundo. No, el móvil que suena es de la señora que tengo detrás. Literalmente detrás, pegada a mi espalda.

 

- “DIME”, grita la buena mujer, quizá afectada de sordera, haciendo que me sobresalte.

- “SI, EN EL BUS”, se ve que la otra persona también tiene problemas de oído.

- “¿QUÉ?”, vocea sin cortarse

- “¡QUE ESTOY EN EL BUS!” a estas alturas todo el autobús y la mitad de la comarca saben que está, efectivamente, en el autobús.

- “PUES LO QUE TARDE. VOY POR SANTA ISABEL” un silencio prometedor, quizá ya ha termi…

- “¡¡QUE VOY POR SANTA ISABEL!!”

 

A mí aquí ya se me han caído los tímpanos y me debato entre intentar tirarme en marcha del autobús o bajar de golpe el codo e incrustarle el teléfono en la tráquea. Afortunadamente para todos, mis padres me enseñaron a respetar a los mayores y la señora termina la berrea, me dice “perdone” para que me aparte y se baja del bus.

 

Creyendo que ya ha pasado todo y con un molesto pitido en los oídos, me siento al lado de una chica, ahora que el autobús ha vomitado la mitad de su carga. Justo cuando me estoy sentado me dice:

 

- “Dime”

- “¿Perdón?” le digo yo sin entender. En ese momento me doy cuenta de que lleva un pinganillo en el oído y está hablando por teléfono pero sin el teléfono. La mujer me mira como diciendo “este es tonto” y yo me siento pensando “soy tonto”. Después de solo dos minutos descubro que la pedicura se la han cambiado al martes, tú fíjate, y que Alicia lleva fatal eso que tú sabes y mira que se lo dijimos mil veces, que parece mentira esta chica y nada, ella sabrá. Y que de Alberto no sabe nada, que la última vez que lo vio fue en lo de aquello que te dije.

 

Desgraciadamente me tengo que bajar, así que nunca sabré qué es lo que lleva fatal la tal Alicia ni qué habrá sido del pobre Alberto.

 

Del autobús a la biblioteca me relajo paseando por el campus, que mira que es bonito, con sus árboles, plantas, pajarillos y ardillas, cruzándome con montones de personas con una de estas expresiones en la cara: o mala hostia o sueño o atontados mirando el móvil y, sobre todo, cara de sueño, mala hostia y atontado mirando el móvil, todo junto, que da pena verlos. A nadie he visto nunca (y ya son años) fijarse en los árboles, la colección increíble de cactus o el bosquecillo de bambú en lo que un día fue el hangar del aeródromo. En fin.

 

Y llego, por fin, a la biblioteca. Me miran algunos como pensando “y este viejo ¿qué hace aquí?” Como si leer o estudiar fuera de jóvenes. Encuentro un sitio con la menor cantidad de humanos alrededor y saco mis cosas con cuidado, para no hacer ruido. Si hasta abro la cremallera de la mochila antes de entrar, si seré raro. Saco mis libros, libretas, lápiz, el marcador, pongo el móvil encima de la mesa (siempre lo llevo en silencio) y me dispongo a perderme entre mis papeles. Pero va a ser que no.

 

En la mesa de al lado tres muchachos están estudiando algo que necesitan hacer juntos. Trabajo en equipo. Qué guay. Lo único malo es que yo no estoy en el equipo, yo trabajo solo y ellos están hablando en lo que yo llamo “cuchicheo en voz alta”, o sea parecer que hablas bajito pero se te oye a un kilómetro. Que digo yo que para qué, que mejor hablar normal y no parecer idiota, total vas a molestar igual. Antes, si hablabas en la biblioteca te echaban. Y ahora no. Me fijo y a nadie le importa. Aquí pasa algo. Y entonces lo veo otra vez: pinganillos, cascos, headphones. Me fijo en que todo el mundo (excepto mis tres vecinos), llevan cascos y están aislados del mundanal ruido. Los hay pequeños de los que se meten en la oreja y los hay enormes como de DJ de Ibiza. Y el único gilipollas que no lleva se pueden imaginar quién es. Qué viejo me sentí, ahí sí. En fin, yo a lo mío, voy a intentar seguir. Y entonces, el susto.

 

Suena un teléfono de repente en la biblioteca. Eso solo de por sí debería ser delito penal. Se levanta muy apurada una muchacha y se dirige rauda a la puerta de salida como alma que lleva el diablo, no sea que cuelguen. Y cierra la puerta y se queda allí. Detrás de la puerta.

 

- “Hola tía, ¿qué pasa? Pues ya ves, en la biblio, tía, que tengo el examen el jueves. Sí tía. Ya. No veas. ¿Ah sí? ¡Qué fuerte, tía! Jajajaja ¡me parto!...No jodas?? Qué sinvergüenza, tía! Vale ¿a qué hora? No tía, a las 5 que Juan viene hoy antes. Vale tía, nos vemos. Muá".

 

Y entra otra vez, seria, con cara de venir de una reunión del Consejo de Administración. Y a mí me dan ganas de acercarme y preguntarle si sabe algo de física o de carpintería, que me imagino que no, porque de lo contrario sabría que el sonido se transmite perfectamente a través de 3 cm de madera contrachapada y que todos los presentes sin pinganillo, o sea yo, hemos oído como quedabas con tu tía antes de que venga Juan.

 

Pero una vez más me trago las ganas de lanzar mi mesa y todo su contenido a la pared de enfrente por encima de los tres cuchicheantes y recojo mis cosas y me largo al bar. Sí, hay más ruido aquí pero huele a calamares y tiene cerveza.

 

Y allí decido que el próximo día me tengo que traer unos cascos y ponérmelos antes de subir al autobús, que bastante es sufrir la aglomeración, los sudores y frenazos como para, encima, tener que escuchar las miserias del paisanaje. Y que, ya puestos, me voy a leer al bar porque la biblioteca tampoco es lo que era y si en un momento dado me entran ganas de atizar a alguien, solo tengo que pedirme una caña y se me pasa.

 

* Ilustración: Juan Antonio López Luque

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