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ENRIQUE VILA
ENRIQUE VILA Sábado, 03 de Septiembre de 2016

Iniciativa popular (arrimar el hombro)

Observo, como la inmensa mayoría de mis compatriotas, paciente y resignado como la inactividad, parsimonia y desdén de nuestros dilectos representantes nos aboca a una tercera vuelta electoral. Quizá el mejor calificativo que se les puede aplicar es de indolentes. Les va ni que al pelo.

 

Indolencia es (Diccionario de la lengua española Espasa-Calpe), “incapacidad para conmoverse o sentirse afectado por algo”. Poco o nada que añadir, innecesario explicarlo. Parece claro que mientras la ciudadanía padecemos los sinsabores de la actualidad, de la realidad, quienes tienen el mandato de ponerles remedio dedican todos sus esfuerzos –eso sí, sin sudar demasiado no haya que pagarles algún plus de peligrosidad– a proporcionarse una posición ventajosa y ubicar sus exhaustas y amplias posaderas en puestos estratégicos generosamente retribuidos. Disimulan todo ello explicando que persiguen el bien común y que de permitir que tal o cual rival les gane la posición, además de falta personal, la ruina nacional sería la consecuencia. Dan ganas de responderles si no fuera porque ni oyen, ni escuchan ni les importa una..., digamos pimiento.

 

Nuestros “cráneos privilegiados” (esperpentos del callejón del Gato), dispendian recursos proporcionados por sus empleadores en esta honrosa y costosa inactividad mientras la deuda pública asciende a niveles no conocidos desde la guerra de Cuba o la pérdida de Filipinas. Un 100,9% del PIB, lo que viene a significar que los recién nacidos no vienen con pan bajo el brazo, sino con una carga deudora, Pecado Original sin bautismo redentor, de más de 23.500,00 €. Los autónomos, supermanes recubiertos de adamantium con poder de regeneración, son atacados sin descanso por sus peores enemigos más poderosos que nunca, Contributor y cia. La Justicia es la tortuga de Aquiles enferma de politiqueomelitis aguda en fase terminal. La tasa de paro alcanza el 20% y afecta a más de 3.600.000 ciudadanos, esos mismos a los que se deben los indolentes anteriormente referidos. El separatismo irracional amenaza seriamente con desmembrar un país fundado hace más de seis siglos que dominó el mundo conocido y abrió fronteras gracias al carácter arrojado y emprendedor de las distintas culturas que lo componen. Unidos en la diversidad resultábamos imparables. La educación es un instrumento enferma las jóvenes mentes transformándolos en prescindibles peones de vanguardia en lugar de formarlos adecuadamente para su –nuestro– futuro. Podría seguir pero me duele España (con permiso de don Miguel).

 

Mientras el chaleco salvavidas del turismo acumula un superávit de 19.500 mill. de euros que ya tienen destino. Todo ello ante la mirada perpleja, en el mejor de los casos, o burlona de nuestros vecinos europeos que ven como repetidamente un grandísimo pueblo se hace el harakiri cada vez que mejora levemente su estado de salud.

 

Ser indolente es también ser insensible al dolor. Al que sufre y sufrimos todos los que vemos nuestras esperanzas dilapidadas por rencillas, egocentrismos e intereses partidarios alejados del encargo constitucional que deberían acometer quienes emplean su –nuestro– tiempo en otra y muy diferente labor. Me viene a la mente, y no sé por qué, una película de Tarantino. ¡Malditos Bastardos! Insisto nada que ver, el subconsciente trabaja sólo y por caminos intrincados.

 

Sé que la situación tiene no difícil, sino complicadísima solución, pero esa es nuestra dinámica desde tiempos inmemoriales y cuando te habitúas, lo improbable es viable y lo imposible factible. Casi preferible a la descansada comodidad instalada, como aplicación móvil, en generaciones que han de liderar cambios imprescindibles para los que no parecen preparados. Cuánto deseo errar.

 

Cabría plantearse la Iniciativa Legislativa Popular del art. 87.3 CE, desarrollada por la Ley Orgánica 3/84, y recabar 500.000 firmas (yo creo que más), para despedir fulminantemente a todos estos indolentes que se mofan de sus empleadores y no atienden la labor para la que han sido contratados. Es más, que no son capaces ni de ponerse de acuerdo sobre quién y de qué modo ha de proponer las leyes del Estado de Derecho que solventen los problemas en educación, integridad del Estado, justicia, economía, empleo o relaciones internacionales. No se trata de aprobarlas no, eso es misión del Congreso de los Diputados con las consiguientes mayorías, sino de echar a andar primero y de correr después para que tres millones de personas puedan acceder a un empleo, corregir y castigar a los corruptos o para que los jóvenes puedan tener un futuro digno. Si no son capaces de ello no son dignos del honor de dirigir un gran país plagado de gente capaz deseosa de avanzar estancada y anclada en problemas particulares alejados de los propios, más prácticos y mundanos.

 

Que ningún colega o antiguo profesor del entonces llamado “Derecho Político”, hoy “Derecho Constitucional”, se lleve las manos a la cabeza o pretenda revisar mi grado académico. Soy conocedor de su inviabilidad legal, de la bunkerización de los parlamentarios frente a posibles intromisiones. La propia norma constitucional, y la norma orgánica que la desarrolla, impiden someter a iniciativa popular cualquier materia sometida al grado de Ley Orgánica aunque nada dice de resolver los contratos de estos pasivos funcionarios que, no sólo retrasan sino impiden el desarrollo de un país por motivos ajenos al fin encomendado y propio del cargo por el que, aunque exiguo y miserrimo, perciben su abultado sueldo.

 

En todo caso, no me digan que no sería precioso, soberbio y gozoso ver las caras de Mariano, Pedro, Albert, Pablo, Soraya, Iñigo y demás, al entrar esas quinientas mil firmas en el Registro del Congreso como carta de despido, con sus quince días de antelación, por haberse dedicado a tocar la bandurria en lugar de arrimar el hombro.

 

* Enrique Vila es abogado. Fundador del despacho Romiel y Vila Abogados

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