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RAFAEL SIMÓN GALLARDO
RAFAEL SIMÓN GALLARDO Lunes, 16 de Marzo de 2020

No permitas el Gulag de tu mente y habla libre

Que coste que Cela me gusta como escritor. Como personaje hizo lo mismo que Dalí; escandalizó y divirtió pero al menos fue distinto a sus coetáneos y por tanto original y único. Como persona no lo traté, probablemente fuera insoportable e injusto como lo son la mayoría de los genios. No conozco a su familia para certificarlo pero lo que tengo claro es que como literato me sedujo siempre porque me entretuvo, divirtió, sorprendió y además supo hablarme entre líneas.

 

Cela fue transgresor, transgresor culto que utilizó todos los recursos lingüísticos en su obra literaria, gramaticales, etimológicos incluyendo las palabras malsonantes, tacos y expresiones soeces con la naturalidad pasmosa del pueblo llano pero lo hizo con más gracia, certeza y oportunidad que el vulgo.

 

Él como nosotros, vivió una época ultra-puritana y no tuvo inconveniente en seguir utilizando el lenguaje inadecuado que escandalizó a cabezas cuadriculadas y exasperó a mentes reducidas mientras que la gente más normal, libre  y desinhibida disfrutó discretamente en su intimidad con las historias de Cela.

 

Algo parecido nos está pasando hoy. Estamos inmersos en un nuevo puritanismo que se expresa en ocasiones de forma sibilina y otras, las más, sin vergüenza ni pudor. El estándar de oro del actual gazmoño y mojigato meapilismo  es el de la corrección política mediante el control del lenguaje. 

 

Este control del lenguaje busca fundamentalmente variar pensamientos y opiniones mediante el cambio de palabras y la prohibición de otros términos en aras de un hipotético respeto por valores importantes que en realidad no se profesan pero se exigen al vulgo bajo pena de anatema y ostracismo.

 

La politización del lenguaje consigue no llamar a las cosas por su nombre y utiliza eufemismos sugeridos y aceptados perdiendo de esta forma el sentido original  de las palabras para adaptarlas a la acepción que se precise según el contexto político controlador. Esto es propio de las dictaduras que son capaces de obligar a utilizar determinadas palabras y conceptos mientras se prohíben otros. Estoy francamente sorprendido de ver como políticos que se llaman demócratas no tienen el mínimo pudor en utilizar estas técnicas dictatoriales. 

 

La lengua y las palabras son la expresión máxima y natural  de nuestra libertad y cuando no es así, acabamos todos alienados repitiendo como papagayos los mismos mensajes sin ver más allá de nuestras gafas de presbicia reducida.

 

El paradigma de esta nueva realidad consentida son los medios de comunicación que legitiman y protegen estos cambios de lenguaje satanizando al que no cumpla con las reglas no escritas de ortodoxia y favoreciendo la transmisión de estos códigos de comportamiento.

 

La perversión del lenguaje se ha transformado en un nuevo poder porque con ella, todos los conceptos abstractos que se expresan, desde los sencillos y banales hasta los profundos y complicados buscan inferir en nuestro criterio y en nuestros comportamientos.

 

Para expresar nuestro mundo, el particular y el social también haremos uso del lenguaje que si está pervertido, como lo está, ya no será nuestro aunque terminemos pensando que si lo es por la costumbre, la repetición y el hastío. 

 

Afortunadamente nos quedan recursos. Sepan que hay dos tipos de palabras; las comunes y las mágicas. Las primeras expresan objetos, conceptos y situaciones y las mágicas parecen sacadas de un libro de hechizos porque tienen poderes en si mismas sin ayuda de ningún brujo y sobre todo pueden sernos útiles.

 

Estas son las provocan el mismo efecto que un certero golpe sobre una mesa de madera, las que cambian el ánimo de nuestros interlocutores y captan inmediatamente su atención. Me refiero al lenguaje soez, a las palabras innombrables, los tabús, las palabrotas, groserías, tacos y expresiones de modismos.

 

Las palabrotas nos recuerdan un concepto olvidado; la libertad. Nos demuestran con franqueza que la lengua es poderosa y sobre todo no admite censuras y se resiste con tozudez a las imposiciones artificiales.

 

El insulto nos es útil, puede parecer a priori que debiera tener límites pero no es así. Es un elemento de la comunicación muy válido para expresar sin error el dolor y la rabia. Está directamente entroncado con la pasión y rebaja la tensión del enfado y el disgusto. Tiene un evidente efecto terapéutico que las palabras comunes nunca tuvieron. A nadie se le escapa el efecto catártico de este tipo de términos.

Si alguien estudia como son los insultos y las palabrotas, de donde vienen, que expresan y para que se usan y sirven obtendrá un certero mapa genómico de cómo es la sociedad que los utiliza. Sirven sin duda para conocernos mejor.

 

Después tenemos más factores a nuestro favor. La realidad de que el doble sentido, la inteligencia y un uso adecuado del contexto junto a la amalgama de la ironía pueden transformar cualquier término inocuo y simplón en un certero obús lingüístico. Nuestra literatura está llena de ejemplos.

 

El lenguaje soez tiene un determinante cultural que define la particularidad del mismo e impide la globalización o la traducción a otras lenguas. Por este hecho surgen paradojas como que cada país tenga insultos y tabúes propios conseguidos mediante su propia historia y los diferencie del  vecino. Ejemplos hay muchos; en Croacia aluden a los genitales masculinos para insultar, en Francia a los femeninos y en los Países Bajos a ambos.

 

En épocas de miedo, falta de libertad o inseguridad este lenguaje eclosiona  porque nos libera de la opresión y de las manipulaciones permitiéndonos vengarnos a escala reducida y sentirnos durante un tiempo corto como vencedores aunque no sea cierto. 

 

La teoría del victimismo solo se expresa en sociedades igualitarias porque en las totalitarias ni se contempla esta opción. En las dictaduras la población se divide en dirigentes y dirigidos. Este es el motivo porque nuestra sociedad que si es igualitaria, se ofenda por todo. Siempre habrá un grupo de víctimas que se defenderá ante cualquier opinión vertida y esto lo ha provocado la sobreprotección a las minorías en un estado que ya no protege ni a las religiones ni a la sexualidad. Los victimistas hacen de la queja permanente su pauta de comportamiento y consiguen de esta forma la superioridad moral y la división de la población en buenos y malos.

 

Siempre se es víctima de algo, siempre hay una conspiración, siempre el otro es el culpable perdiendo todos la capacidad de aceptar nuestras limitaciones y afirmar que existen los errores propios y que también somos responsables de nuestros actos. La lástima se transforma en aliada, es mejor dar lástima que provocar admiración y cualquier estupidez se convertirá en dogma sin posibilidad alguna de revisión y mucho menos de crítica. 

 

Todo esto conforma esta generación actual, de piel muy fina y sensible, sobreprotegida psicológicamente y libre para de forma arbitraria considerar la ofensa donde se decida y  poder pedir castigos al ofensor  y remuneraciones para el ofendido que se tornan en un modus vivendi  muy rentable obligando al resto de los mortales a padecer una real censura mutante y poliédrica si no se  quiere tener problemas.

 

Para evitar todo esto quiero comportarme como Cela. Quiero utilizar mi lengua, el español, con libertad y en su máximo esplendor. Usar palabras malsonantes si la oportunidad lo permite, insultar si eso me tranquiliza y la situación lo requiere, hablar de lo que me apetezca sin sentirme cohibido aunque sean tabús, rechazar al lenguaje inclusivo y a todos los nuevos dogmas que me rodean por todos sitios menos por uno, como las penínsulas, porque sepan que la gente que insulta y usa palabrotas es más honesta que la que nunca lo hizo. Además, seré más libre y evitaré que mi cabeza se transforme en un gulag y me autocensure.

 

 

Rafael Simón Gallardo es médico y cuenta cuentos inveterado...

 

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