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JUAN ANTONIO LÓPEZ LUQUE Domingo, 21 de Enero de 2018

El único paraíso posible

Rebuscar en una caja de fotos y postales antiguas es siempre una montaña rusa de emociones. Fotos de la infancia, en blanco y negro, donde uno sonríe feliz, ajeno a lo que se le viene encima. Caras amables y risueñas del pasado, gentes que ya se fueron y que un día te tuvieron en brazos, te llevaron de la mano, te revolvieron el pelo con una sonrisa; o gentes que siguen aquí pero mayores, en color, luchando en este mundo nuestro. Niños melenudos que sonríen traviesos o simplemente miran tímidos a la cámara, según el ser de cada uno. Niños hoy día canosos o calvos o tripones, la mayoría de las veces todo a la vez. Nombres olvidados de amigos de tus padres, de vecinos, de parientes lejanos. Caras de amigos jóvenes, postales escritas en bares desde medio mundo (los primeros sms, tweets y mensajes en tu muro), postales elegidas según lo que el otro sabía de ti. O sentía por ti. ¡Qué recuerdos! Dicen que la memoria es el único paraíso del que no te pueden expulsar.

 

Hay una foto de mi Primera Comunión (mamá, por dios, qué corte de pelo, ya te vale) y otra de un cumpleaños: Fanta, bocadillos de Nocilla y de atún, siete mocosos alrededor de una mesa; ni parque de bolas ni SuperMegaFunPark ni leches: en casita y todos contentos. Y entre las dos hay una postal en la que una amiga me manda recuerdos desde París con una bonita imagen de los Campos Elíseos. Me quedo pensando en que los Campos Elíseos son, además de una avenida parisina, y según la mitología griega, el lugar a donde van a descansar las almas de los buenos cuando les llega el acabose. O sea, el paraíso. Fíjate tú.

 

Y me doy cuenta de que estoy mirando esa postal desde Lanzarote, donde vivo, y de que las Islas Canarias son conocidas como las “Islas Afortunadas”. La gente cree que es por el clima pero la verdad es que se les conoce así desde la época de los griegos (y dale con los griegos). Resulta que eso de Islas Afortunadas o de los Bienaventurados era otro nombre para describir… ¡los Campos Elíseos! Fíjate tú otra vez. Macaron Eison las llamaban, que suena a palabra inglesa inventada pero que es de donde viene lo de Macaronesia, el nombre de los archipiélagos de las Canarias, Azores, Madeira, las islas Salvajes y Cabo Verde. Pensaban los griegos que cuando alguien bueno decía adiós al mundo terrenal, su alma se iba a esos campos o islas a corretear sin preocupaciones ni hipoteca ni internet ni nada. O sea que vivo, literalmente, en el paraíso, oiga.

 

Paraísos los hay para todos los gustos en todas las culturas y religiones, algunos muy parecidos entre sí. Los cristianos en general tienen su Jardín del Edén y su Cielo a donde irán las almas a no hacer nada y rascarse la barriga por los siglos de los siglos, amén. No hay detalles de lo que allí se hace, así que suena bastante a muermo, la verdad. Los musulmanes se lo montan mejor en el más allá: en su paraíso de ocho niveles, todos tienen 33 años y si encima has muerto matando infieles, te tocan unas cuantas vírgenes para ti solo. Si a las mujeres les tocan unos cuantos mancebos lo desconozco pero algo me dice que va a ser que no. O el bonito paraíso azteca, dividido en 13 niveles. O el de los mormones, dividido en tres. Será por paraísos, oiga. Los hay hasta fiscales.

 

El caso es que el ser humano se empeña en perder el (poco) tiempo que tiene en imaginar futuros paraísos donde descansar eternamente (siempre en compañía de los dioses creados por ellos mismos). Y es que la idea de que no hay nada más es insoportable para el cerebro presuntuoso del ser humano: “Yo soy demasiado importante para simplemente dejar de existir, por lo tanto debe haber algo más esperándome”.

 

Pues yo, que solo soy una forma de vida más (y a mucha honra), y que desapareceré igual que desaparece un atún, una ameba o un gladiolo, me quedo con el único paraíso que de verdad conoceré: el de esa caja de fotos antiguas, el de los recuerdos de la infancia, el del olor de los pinos y las higueras, el del amor a los míos, el de la lluvia, del sol cayendo a plomo sobre las rocas, del mar rompiendo en la costa, de la inmensidad incomprensible del universo, el de la sonrisa de mi hijo, de las conversaciones con amigos, de las cervezas fresquitas, de los libros de mi biblioteca, el de la música, el de la soledad buscada en las montañas, en los bosques.

 

Muchos esperan un hipotético jardín florido al morir pero yo lo veo pasar por delante de mis narices cada día. Y cada día guardo nuevas fotos a esa caja que es mi memoria. Este es el único mundo que tenemos y esta es la única oportunidad. Algo me dice que la vida, con sus cosas buenas y malas, con sus misterios y certezas, con su rapidez y su fecha de caducidad, es el único paraíso posible.

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