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JUAN ANTONIO LÓPEZ LUQUE Miércoles, 05 de Abril de 2017

Fantasmas de madrugada

El día de su boda fue el más feliz de Sarah. El sol de la costa Este brillaba sobre los árboles en esa maravillosa mañana de 1862 en New Haven y los invitados lucían sus mejores galas. Toda la buena sociedad se había dado cita para asistir a la boda del año en Connecticut: Sarah, la hija de Leonard Pardee y Sarah Burns, se casaba nada menos que con William Wirt Winchester, heredero de la Winchester Repeating Arms Company, la compañía de rifles del mismo nombre. El heredero del “arma que conquistó el Oeste” como se conocía a los rifles Winchester había conquistado su corazón poco antes y, ante su joven mirada, se extendía un futuro prometedor.

 

Bailes, recepciones, cenas y fiestas benéficas ocupaban a Sarah mientras William dirigía el imperio y añadía más y más dinero a sus ya enormes cuantas bancarias. Quedó embarazada Sarah poco después y su dicha aumentó con la llegada de la pequeña Anne Pardee Winchester una mañana de junio. La vida era maravillosa y los Winchester se sentían los seres más afortunados de la Tierra.

 

Y entonces todo empezó a torcerse. A las pocas semanas la pequeña Anne murió, sumiendo a Sarah en una depresión severa. Nunca volvió a ser la misma. William y ella no volvieron a tener hijos y, aunque siguieron con su vida dentro de la normalidad, algo había cambiado en Sarah.

 

Pocos años después, en diciembre de 1880, Oliver Winchester, padre de William y fundador de la empresa, moría dejando a su hijo toda su fortuna. Pero el destino deparaba a Sarah otro golpe: al marzo siguiente, su amado William moría de tuberculosis sin que los mejores médicos de la época pudieran evitarlo. Sarah se convertía en viuda y multimillonaria.

 

Cuenta la leyenda que, en una época en la que estaban muy en boga el espiritismo y demás estupideces, Sarah, después de consultar con varios espiritistas, encontró consuelo en las palabras de un estafador profesional llamado Adam Coons que le dijo que, efectivamente, tal y como ella sospechaba, su familia estaba maldita. La razón era que todos los espíritus de los muertos por las balas de los Winchester clamaban venganza, desde los indios hasta los muertos en la guerra civil americana. La única manera de romper el maleficio y no morir repentinamente era mudarse al Oeste y construir una casa para ella y para los espíritus de todos esos muertos enfadados.

 

Sarah Winchester, que tenía unos ingresos de unos 1.000 $ de la época al día (unos 24.000 $ de hoy) compró una casa de ocho habitaciones en San José, California, en una propiedad de 160 acres (65 km2). Desde ese día hasta el día de su muerte, 38 años después, la casa estuvo en obras de ampliación 24 horas al día, en dos turnos, siete días a la semana durante los 365 días del año. Una legión de trabajadores añadió habitaciones, baños, cocinas, escaleras, torres, ventanales, chimeneas, cristaleras, frisos de madera, espejos, voladizos… ¡Y qué habitaciones! Maderas nobles, lámparas de Tiffany’s, cristal de Bohemia, lo mejor de lo mejor. La casa tenía luz de gas e incluso tres de los primeros ascensores de la época, uno de ellos eléctrico y los otros dos operados por gas. Todo para poder acomodar a la mayor cantidad de espíritus.

 

“RECUERDA QUE CUANDO EL TRABAJO PARE, MORIRÁS”

 

El trabajo nunca paró en la Mansión Winchester. Cuando las ampliaciones “lógicas” se acabaron, se amplió lo ya ampliado o se modificó lo ya construido, según se dice para “desorientar a los espíritus”: llegó a tener hasta siete pisos de altura (tras el terremoto de San Francisco se quedó en 4; los espíritus se habían enfadado); tiene 161 habitaciones (Sarah dormía cada noche en una diferente); hay escaleras que no van a ninguna parte y acaban en un muro; hay pilares puestos del revés, ventanales que dan a salones, habitaciones dentro de habitaciones y torres a las que no se puede acceder; hay puertas que dan a una pared; algunas de las 47 chimeneas de la casa no tienen salida al exterior y algunas de las que se ven desde el exterior no tienen su correspondencia dentro; hay claraboyas en el suelo, puertas de un metro que dan a salones de 60m2 y enormes portones que dan a pequeñas estancias; hay una puerta en el segundo piso que abre directamente al vacío; hay pasadizos que conectan habitaciones y pasillos y habitaciones escondidas por paredes. Un verdadero laberinto que los criados recorrían con un plano. En 2016 se encontró una nueva habitación desconocida hasta entonces: un ático, amueblado con sillones victorianos, un órgano, un armario con vestidos, una máquina de coser y numerosos cuadros.

 

Los números 7, 11 y, sobre todo, el 13 se repiten por toda la casa: hay 13 baños, 13 ventanas en muchas habitaciones, 13 escalones en las escaleras, 13 vigas en el techo, 13 paneles de madera en la pared, 13 cuadros, 13 brazos en los candelabros hechos a medida. Al morir, Sarah Winchester dejó su testamento escrito en 13 hojas y firmado 13 veces. En el mismo instante de su muerte los obreros dejaron el trabajo y se fueron. Clavos quedaron a medio clavar y cristales a medio poner.

 

Todavía hoy se pueden ver esos clavos a medio clavar, porque la Mansión Winchester se puede visitar. De hecho, solo cinco meses después de la muerte de Sarah su casa ya se enseñaba al público. Todos los muebles fueron repartidos entre sus allegados y se dice que hicieron falta ocho camiones al día durante seis semanas y media para vaciarla. Hoy en día se llama la Winchester Mystery House, (of course) y está catalogada como hito californiano número 868. Se hacen tours de día y de noche (con linternas) y cada viernes 13, a las 13 horas, se tocan 13 campanadas en honor a Sarah. Se le conoce como la casa más encantada de América. Creo que los más encantados son los propietarios, en realidad.

 

No sabemos si Sarah Winchester esquivó a los espíritus durante 38 años y al final se la llevaron con ellos. Bueno, sí lo sabemos porque los espíritus no existen: aquí los únicos fantasmas que hay son los que hacen creer a la gente en espíritus, ectoplasmas, sicofonías, apariciones y demás cuentos. Cuesta creer que alguien de la educación de Sarah Winchester, que asistió a la escuela que después sería Yale (algo inusual para la época), que hablaba cuatro idiomas (entre ellos el latín y el español) se dejara engatusar por semejante pamplina.

 

Fantasmas se pueden ver a diario en la televisión, sobre todo de madrugada, estafando a la pobre gente que llama buscando una explicación, una esperanza, consuelo en un futuro mejor. Es indignante la sangre fría con la que actúan los embaucadores, con sus pertrechos esotéricos: cartas astrales, tarots, bolas de cristal, velas, gatos muertos o lo que sea que usen para engañar. Algunos ya ni se disfrazan. Y siempre con el número de teléfono (de pago, por supuesto) bien visible. Que se permita eso hoy en día me sigue fascinando, como tantas otras cosas. Una vez más la educación parece la única arma posible contra el engaño.

 

Aunque a algunos, ni todos los Winchester del mundo le salvaron de caer en manos de los fantasmas.

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