La magia del bonotrén
Era un día cualquiera en el que Pedro Sánchez, ese personaje que parece haber salido de una obra de Samuel Beckett, compareció ante un puñado de periodistas que, si tuviéramos que ser sinceros, eran más bien un grupo de agitados murcielagos buscando un poco de luz en la oscuridad de la política española. Entre dimisiones, redadas policiales y denuncias por acoso, el hombre de la Moncloa se plantó firme, como un rockero que aún sueña con ser la estrella, afirmando que el colapso integral del país se solucionaría con un bonobús. O más bien, en su caso, un bonotren. Porque claro, mantenerse en el poder es el verdadero viaje, uno repleto de paradas imprevistas.
Los investigadores de la UCO estaban dando vueltas por los pasillos de Forestalia, SEPI y Mercasa como si fueran de visita en Disneylandia, mientras que Sánchez optaba por el recurso de siempre: desviar la atención con una sonrisa y la frase mágica "la corrupción sistémica es del PP". Es un truco que ya ha demostrado no fallar. "¡Miren, miren! ¡No son mis pifias, son las de ellos!", grita mientras saca otro fogonazo de ingenio en forma de "proyecto político ilusionante" que consiste, en resumen, en ofrecer descuentos en el transporte público. Vaya, ¡quién lo diría! La solución a todos nuestros problemas es un ticket para el metro.
Ante un mar de escándalos que ahoga su gobierno, donde la palabra "remodelación" causa más miedo que un ordenador viejo que se resiste a apagarse, lo último que le interesa a Sánchez es sacrificar alguna de sus piezas. Su socio en el gobierno, como si quisiera sacar un nabo de un sombrero, le susurra que es momento de mover ficha. Pero él, con ese tronco de madera que parece ser su conciencia, simplemente bostezó. La pregunta que queda flotando en el aire es: ¿realmente hubo algún impacto positivo tras su aparición ante los medios? Porque, seamos honestos, en esta obra de teatro, el protagonista ha dejado de ser interesante.
Los pocos periodistas que lograron levantar la mano para hacer preguntas fueron recibidos con el mismo entusiasmo que uno muestra al hablar de las propiedades del papel higiénico: un bostezo y la consabida queja sobre lo poco que le entusiasma su propio bonotren. Es extraordinario cómo ha sabido perfeccionar el arte de hablar sin decir nada en absoluto. Sánchez se dirige a personas que no escuchan la radio ni leen la prensa porque, ¿para qué? Todos saben que al final, cada hora que pasa trae consigo más información sobre sus errores. La cuenta del desastre va creciendo, y la gente permanece impasible, como si se estuvieran preparando para la última cena, excepto que aquí el menú es la apatía con un toque de sarcasmo.
A medida que los escándalos se amontonan, las relaciones con sus socios son más frías que una nevera llena de helado en un invierno de escarcha. Ellos, que claman por respuestas y medidas ante la avalancha, han sido ignorados como una nevera llena en Navidad. Y mientras se reúnen en Moncloa, la escena recuerda a un reencuentro familiar incómodo donde todos saben que algo huele mal, pero nadie se atreve a mencionarlo. Decidido a mantenerse, Sánchez se jacta de programar un encuentro con Oriol Junqueras. Pero claro, todo esto es solo otra parte de su espectáculo de magia: el "cambio" de amnistiados que se siente menos como una apretón de manos y más como un truco de escapismo.
Los críticos han comenzado a sonar como un coro de sapos croando, y hasta La Vanguardia, esa miss del glamour mediático, inicia la comprar de una casa en la fachosfera. Su análisis sobre la "frenética huida hacia delante" suena más bien como el título de una novela de leer y tirar, pulp fiction . Al parecer, todos quieren ver algún gesto de auténtica reacción ante el torrente de escándalos, pero como siempre, se van decepcionados, volviendo a casa con promesas vacías en lugar de esperanzas renovadas.
En un momento de desatino cómico digno del mejor Woody Allen, parece que la única solución viable será justo eso: dejar que Sánchez siga flotando en su burbuja de ilusiones, viendo como su obsesión por aferrarse al poder le convierte no solo en un político, sino en un filósofo del absurdo. ¿Y quién sabe? Tal vez su próximo paso sea presentar las campanadas de Año Nuevo con una sonrisa amarga y un bonobús en la mano mientras explica el complicado protocolo de interpretación de las campanadas como ya hizo la insuperable Carmen Sevilla.
Al final, parece que la obra de teatro aún no ha llegado a su climax. Quizás cuando lleguemos a las próximas elecciones, si es que finalmente sucede, cuando salir de los mítines, sea solo un acto de apertura para un nuevo momento lleno de clichés, bulos y conspiraciones de la derecha. Con un guiño socarrón, Sánchez vuelve a repetir su mantra: "Ya verán, seguiré aquí un tiempo más". Porque al fin y al cabo, ¿quién necesita elecciones cuando tenemos un bonotren?
Rj Simón


















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