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ENRIQUE VILA
ENRIQUE VILA Sábado, 04 de Noviembre de 2023

ESTADO DE TITANIC

Escasas veces, muy pocas, he tirado de la solicitud de indulto ante una condena penal considerada injusta, prescindible e innecesaria. La parodia nacional, este teatrillo que sería cómico si no fuera por lo transcendente y serio que esconde, me ha recordado una.
 
Un cliente, incluso amigo, cometió una de esas tonterías de juventud, de la edad en que te sientes fuerte, invencible y capaz. Contaba unos veinte años cuando se fue de fiesta, como casi todos los findes, y volvía a casa de madrugada cuando un control de alcoholemia le paró y, prueba de aire espirado mediante, le inmovilizó el vehículo por sobrepasar el límite permitido. No por mucho pero sí por encima del legal. Tampoco iba pasado de vueltas ni aturdido, pero la ley es (o debe ser) la ley y se iniciaron los trámites para instruir, acusar y, en su caso, sancionar el delito. Nada fuera de lo normal y legal, mala y peligrosa conducta, merecida respuesta del Estado de Derecho.
 
Hace más de veinte años. Aún no se habían “inventado” los juicios rápidos, no estaba informatizada la “Justicia” (ahora tampoco, pero lo parece) y los procedimientos se dilataban por años Dios sabe por qué motivo. Entre pitos y flautas (between whistles and flutes) tardó en instruirse unos cinco años porque no existía obligación legal de hacerlo en doce meses (art. 324 LECrim.), prorrogables obviamente, y muy probablemente debido a la complejidad de unir el atestado policial a las actuaciones y citar al denunciado (personado en autos) a declarar.
 
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Dictado auto de terminación de procedimiento abreviado (jajajaja), se trasladó al Ministerio Fiscal, nunca mejor dicho, la causa para que formulara acusación. Tras un par de años en la mesa del acusador público, también supongo por su dificultad, este acusó por el correspondiente delito y se pasaron los autos a la defensa para el mismo trámite, en sentido contrario. Vamos, para escrito de defensa por diez días. Como la defensa del ciudadano no cuenta con las prerrogativas de extensión temporal de la Administración Pública, se presentó dicho escrito en esos improrrogables diez días.
 
Por cierto, los sábados eran hábiles. Siempre he sostenido que la mayor fan de Einstein es la Administración y, en especial, la de “Justicia”, en cuanto a la relatividad del tiempo. Mientras que de mostrador para afuera rigen los estadios temporales comunes, hacía adentro se ralentiza y estira como un chicle hasta límites insospechados.
Pasaron los autos, después, a turno de reparto del Juzgado de lo Penal, lo que tardó año y pico, señalándose día de juicio para poco más que un año más tarde. En el acto de juicio, ante la nula defensa del asunto, aconsejé al acusado que pactara la conformidad con la pena solicitando al Fiscal la mayor rebaja posible que, finalmente, quedó en un año de privación del carné de conducir y una pequeña multa.
 
Aunque no lo parezca y algunos no lo crean, la vida transcurre paralelamente a los procedimientos judiciales y para el momento en que se impuso la pena mi defendido contaba con veintiocho o veintinueve años, acabado los estudios y trabajaba como autónomo comercial. Se había casado y era (ahora ya dos) padre de un niño. Ni que decir tiene que la primera vez le sirvió de escarmiento y nunca más se puso al volante en indebidas condiciones, máxime cuando su sustento y el de su familia dependían directamente, por su faceta de comercial, de desplazarse continuamente.
 
A la vista de todo ello tiré de Ley de Indulto, o más concretamente, Ley de 18 de junio de 1870 estableciendo reglas para el ejercicio de la gracia de indulto. Por razones obvias ni yo, ni cualquiera de los lectores, votamos esta ley pero como no ha sido derogada sigue vigente, y hoy más que nunca ha alcanzado la fama.
A grandes rasgos, la norma en cuestión es una quiebra del principio de separación de poderes y autoriza al gobierno de turno para que, en determinados casos, anule la decisión judicial de condena por motivos de equidad, justicia o utilidad pública, siempre que no perjudique a terceros. Puede ser total o parcial y es decisión del Consejo de Ministros tras ponderar las circunstancias y previo informe del Tribunal sentenciador.
 
Como el que pega el último disparo al aire, no sea que en ese momento quiera la fortuna que pase el plato, presenté el escrito en forma ante el Juzgado, que tardó unos meses en informar desfavorablemente a su concesión. Esgrimí razones de justicia material, es decir, la inutilidad de la pena impuesta a una persona que cometió un desliz (grave sin duda) nueve años antes, así como la escasa entidad de la superación del límite legal, la total y completa reinserción del “delincuente” (art. 25.2 CE, que tampoco voté, pero creo que sigue hoy, no sé mañana, vigente), y la imperiosa necesidad del mismo de contar con la posibilidad desplazamiento en su vehículo para su sustento y el de su familia.
 
Igualmente interesé la suspensión de la pena mientras se tramitaba la solicitud y, a la desesperada, la concesión sino total sí parcial del indulto para minimizar el daño.
Bastantes meses más tarde, ni recuerdo cuántos pero con más de tres cuartos de condena cumplida, recibimos la resolución del insigne Consejo de Ministros del Gobierno (tampoco recuerdo ni me importa su signo político), con un “por ahí te pudras”. No con estas palabras pero sí con ese significado, algo así como “no se considera pertinente la concesión del mismo”.
 
No soy tan ingenuo como para creer que el asunto se debatió en el mencionado Consejo, probablemente el auxiliar administrativo del subsecretario del subsecretario lo resolviera y pasara a firma. El condenado ni era político en activo, ni su voto era necesario para formar gobierno, ni resultaba influyente socialmente de manera alguna. Era, y es, un simple ciudadano al que se había hecho creer vivir en un Estado de Derecho en que la igualdad ante la ley (art. 14 CE) es uno de sus principios informadores.
Cumplió el año de retirada de permiso de conducción con serios problemas laborales, gran disminución de ingresos y, lo que es más importante, una imborrable mella en su ánimo ante la situación pasada. Hace años que no tengo contacto con él. Aunque le tengo aprecio casi prefiero no cruzármelo. Tendría que bajar la cabeza ante la vergüenza ajena que me da la presente situación.
Nada puede construirse sino sobre sólidos cimientos. Corre el riesgo de derrumbe. El asiento fundamental del Estado de Derecho es nuestra Constitución, la Norma Fundamental del Estado (así se estudiaba por lo menos antes), y a ella se anclan los pilares del edificio estatal, sus instituciones.
 
De un tiempo, no muy lejano, a esta parte viene sufriendo un deterioro inverso fruto de un virus muy contagioso. Empezó por los pisos altos y fue bajando, forjado por forjado, pero mientras las vigas maestras no se infectaban el edificio se sostenía sin peligro de colapso. Como toda enfermedad no curada, los pilares acabaron contagiados y transmitiendo la enfermedad a todo lo que tocaban. Finalmente, ha alcanzado su base que, de momento, tose y presenta síntomas alarmantes.
Podemos continuar mirando, cantando o rogando al Santo de nuestra mayor devoción desde el sillón y cuando llegue el decreto de ruina quejarnos porque nadie, incluidos nosotros, ha hecho nada para remediarlo.
 
Enrique Vila,  es abogado. Fundador del despacho Romiel y Vila Abogados.

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