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JORGE BRUGOS Viernes, 07 de Junio de 2019

Seleccionando coeficientes

Sudor, alguna que otra lagrima, y un estrés que te recorre el cuerpo hasta tal punto de que en ocasiones, este desasosiego desemboca en malestar físico impidiéndote realizar tus gestiones pertinentes. Eso, es lo que ocasiona la selectividad. Esta prueba, bautizada y remasterizada con tantos nombres, que hasta un servidor, que la realizó hace apenas unos tres años, no sabe decir con exactitud cómo se denomina a día de hoy el control. Distintas denominaciones, que generan el mismo efecto en los alumnos, intranquilidad, y somnolencia.

 

Consecuencias, que se acentúan, cuando, como ha ocurrido en nuestra Comunidad, después de hincar codos durante la oscuridad de la noche, te plantan un examen de matemáticas para el que no estabas preparado. Desesperado, ves como tantas horas bronceándote bajo el flexo haciendo ejercicios no han servido de nada. Han sido en vano porque ninguno de los supuestos realizados tenía nada que ver con el que después te planteaban en el examen. La prueba para la que te llevas preparando todo un año, te la ha jugado y pese a que en el resto de controles realizados tus sensaciones son positivas para conseguir una gran media que te permita enrolarte en las mejores universidades de España para estudiar la carrera de tus sueños, sabes que al haber suspendido aquel examen de matemáticas, tu anhelo se ha visto truncado, y la esperanza se ha esfumado como la pluma con la que redactaste el examen. No te queda más remedio que resignarte, respirar, y llorar. Tras un Bachillerato brillante en el que has renunciado a muchas tardes con los amigos para pulir la media, la ilusión de verte en un futuro con una bata blanca es historia por un mal día y por un examen de extrema dificultad.

 

Recuerdo como si fuera ayer, cuando realicé la selectividad. Durante un año, -y sin exagerar-, creo que escuché como más de 1.000 veces las siglas que hacían referencia por aquel entonces al control. La invocaban como si de un fantasma se tratara, como si fuera nuestro objetivo principal en la vida. Un sino mayor, incluso que el de vivir. Y lo digo, porque durante 365, lo que aprendíamos y hacíamos tenía el simple objetivo de prepararnos para la selectividad. Lo importante, no era aprender, y que disfrutáramos con la materia y el conocimiento, lo primordial era que estuviéramos preparados para un cuestionario. Preguntas, que en función de los aciertos que obtuviéramos en el planteamiento de las respuestas, cosecharíamos una determinada calificación. Resumirían nuestras nociones sobre las materias en una simple cifra. En mi caso, por ejemplo, recuerdo con exactitud, que, paradójicamente, saqué mejor nota en las asignaturas que llevaba menos preparadas, que en las que creía que eran mi fuerte. Según los criterios de la selectividad, era un hacha en inglés, y un mediocre en Lengua y literatura. No debían de saber los correctores del examen que empecé a escribir con seis años y que el inglés, por más que mis padres me matricularan en cursos de verano y en academias, no me entraba por ningún sitio.

 

En los tiempos de la titulitis, donde, los diplomas se venden como churros, parece que se prima la retención del contenido que se estudia a la compresión. Del mismo modo que existen mentes brillantes con notas corrientes, también hay cabezas simples con resultados superiores a la media. En una realidad convertida en cifras, nos creemos capaces de resumir la capacidad de un estudiante a un determinado número objetivo por una situación concreta. Una trayectoria de dos años, no puede quedar reducida a una cifra. Dato, que es variable en función de la región donde se realice el examen. Una cabeza pensante puede sacar peor nota en la misma materia que un estudiante pasivo que resida en otra Comunidad Autónoma debido a falta de unidad de criterios en toda España. Es decir, que unos alumnos lo tienen más fácil que otros según el lugar donde se examinen. Variación, que ocasiona desigualdad entre los estudiantes, y agrava todavía más, la injusticia que representa esta prueba. Tropelía, que aparte de no evaluar de manera equitativa y justa a los alumnos, tampoco sesga las asignaturas en función de lo que un estudiante desee cursar. Filtros, que si se dan en países como Francia o Reino Unido, donde cada Facultad cuenta con sus propias pruebas evaluables para reclutar a los estudiantes.

 

Debemos dejar libertad a las Universidades para realizar sus propios controles a los alumnos que aspiren a ocupar una de sus plazas. Solo así habrá una igualdad real, y haremos realidad la voluntad de la mayoría de los ciudadanos,-un 86%, según un sondeo-, que no quieren parches ni cambios de nombre, sino eliminar la prueba o actualizarla. Porque no es por nosotros, sino por el futuro de las generaciones venideras, por jóvenes que no vean sus sueños rotos y sus esperanzas frustradas.   

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