Día Domingo, 07 de Diciembre de 2025
Coged las rosas mientras podáis (14)

"Quiero tener tu sexo en las manos esta noche agarrar firme tu sexo en mi mano, donde está el botón que necesito, la llave a tu sexo y a tu nombre
quiero tener tu mente en mi mano esta noche y crujirla hasta romper la cáscara de la censura
dime «esto me molesta» «esto no me excita» dime «hazme el amor» dime «no me gusta el amor no me gusta nada de nada» dime «quiero don McLean y no esta versión pop de una lágrima».
Quiero regalarte un trozo de mi vida tan oscuro que pudiera confundirse con un trozo de mi muerte y quedarme a dormir, quiero quedarme dormida mientras me masturbas, quiero quedarme dormida pensando en un poema".
Maite Gallardo Alba
Marta dejó ese fin de semana a sus hijos con su exmarido. Permaneció en la azotea del ático de Eugenia, de pie, cara al Sol, el astro que tanto le gustaba de siempre y que le había acompañado en todas sus decisiones, en las importantes sobre todo. Sintió el calorcillo invernal en la cara y mantuvo los ojos cerrados mientras que su oído, atento, percibía el bullicio vital que ascendía desde la calle contaminando su paz y que parecía querer convencerla para bajar y divertirse.
Los últimos meses junto a Eugenia habían sido muy intensos. La chelista le enseñó como vivir con mayúsculas. A sentir, a no esperar nada de nadie, a disfrutar de las cosas tal y como son, a respetarlas, a convivir de lo grande y lo pequeño con igual intensidad.
Marta, le acompañaba a todas las sesiones de quimioterapia, todas las citas con los médicos, lo hacía con sumo cariño. Eugenia, se dejó acompañar. Bajo la aparente fachada de autosuficiencia, de independencia, latía un alma solitaria, una niña acobardada que en esta ocasión, se dejaba ayudar.
Algunas noches, la jinete soñaba que Eugenia estaba en un profundo foso oscuro, alargaba los brazos hasta alcanzar las manos de la chelista y tiraba con fuerza para salvarla y acto seguido, la que le sacaba del foso era Eugenia y se despertaba sin entender bien el significado, sin embargo, Marta sabía que era un sueño premonitorio y se sentía mejor pensado que era lo que iba a suceder.
Marta había compartido con la chelista a sus hijos que con sorprendente facilidad aceptaron a la mujer de buena gana. Se divertían todos juntos, los niños descubrieron la música de manos de una virtuosa. Adriano, había empezado a estudiar solfeo y tocaba la guitarra con mucha pasión.
Eugenia, se sintió madre también y estaba agradecida, la maternidad era un tema que siempre había rechazado, su vida era la música y la vida misma pero nunca tuvo hijos, era una opción de la que siempre había huido y de alguna forma, se sentía inacabada e incompleta, aunque nunca lo reconociera, pero ahora, con su pareja y con los hijos de esta, cerraba el círculo y se sentía feliz, muy feliz.
Eugenia salió de su cuarto a la azotea vestida con vaqueros y una camiseta grande blanca hasta los muslos a modo de falda, el escudo rojo y negro de Harley Davidson sobre su único pecho sano y una mallas apretadas negras que terminaban en botas de montar, su peluca, sus ojos almendrados y su sonrisa pacificadora le acompañaban.
Se miraron, se sonrieron complacientes y se besaron con amor. Iban a cenar, era tiempo para ellas y la cena era un rito obligatorio. Cocinar, cuando se está enamorada, es un acto de amor, cenar fuera de casa, cuando pasa lo mismo, es un acto de lujuria. Esa noche, tocaba lujuria.
El taxi las dejó en la calle Ferraz nº2, frente al edificio Gallardo, esplendida construcción de color blanco y corte modernista que ocupaba una esquina y dos medias calles. La imponente casa, llena de arcos, columnas, balconadas, ventanas y rejas de metal negro se alargaba hacia el cielo, y a lo alto, una cúpula azulada tildaba con hermosura arquitectónica todo el conjunto.
Bajaron del taxi, pasaron por la portería blanca y se dirigieron hacia el ascensor protegido por una envolvente valla de metal blanco que parecía remedar números y notas musicales que se disparaban hacia el cielo acompañados por una barandilla dorada como la cola de un cometa. Los botones de llamada negro sobre latón dorado coronados por un piloto rojo parpadeante. La escalera, de peldaños de mármol blanco con vetas negras, terminando el conjunto.
Subieron al ascensor de madera, con espejo al fondo y ventanas de cristal. Las dos, una frente a otra, Marta no lo pudo evitar y recordó su sueño. Las dos subían juntas hacia el cielo, hacia la cura de todos sus males que con cada piso estaba más próxima.
Llegaron al piso donde se ubicaba el Club Allard, en el recibidor, les acompañaron por varias salas. Paredes de blanco degradado a un pálido verdoso amarillento, altos techos de molduras geométricas, lámparas de araña que parecían pulpos luminosos, algún cuadro oscuro y muchos espejos de tamaño inmenso con regios marcos áureos, amplios ventanales tamizados por estores brillantes, moqueta gris, mesas redondas con faldones del color de la moqueta coronados por manteles blancos de sobremesa, sillas oscuras forradas y música clásica que todo lo amalgamaba.
Marta transitaba por el entorno siguiendo a Eugenia que parecía bailar entre las mesas al son de la música. La jinete, pensó en ese momento en la suerte que tenía, en la oportunidad de compartir la vida y conocer a alguien merecedor de ser conocida. Tuvo la sensación de que antes, lo único que había hecho era perder el tiempo.
Llegaron a un camarote pequeño, las sentaron y las dejaron solas unos instantes. Eugenia le contó que al principio, el restaurante fue un club privado y que en 2003, se había abierto al público general. Le comentó en voz baja que era su lugar predilecto, su preferido donde celebraba sus éxitos y que haberla conocido era un logro mayor que cualquiera de sus conciertos, por eso cenaban esa noche.
El maître la reconoció, se cuadró ante la música y comentó que hacía mucho tiempo que no les visitaba. Eugenia sonrió achinando los ojos y le pidió el Menú Gastronómico para las dos. Al rato se acercó el Chef, Eugenia se levantó, se besaron, le llamó por su nombre; José Carlos Fuentes y hablaron de ocasiones previas que Marta desconocía. Al presentarla, la chelista dijo; José Carlos, esta es Marta, mi pareja, mi vida... La jinete se ruborizó mientras que el Chef la besaba solícito.
La cena fue gloriosa, pequeños platos de sabores españoles de toda la vida, mediterráneos, contundentes, en perfecta fusión con detalles orientales y una composición digna de los mejores pintores del Prado.
Cada mordisco a los variados manjares, era una explosión de sabores, tamices y texturas que auguraban el seguro deleite final, cuando cada una se comiera a la otra, con mayor gusto, haciendo que dos, por unos instantes, significara uno. Cenar así era interesante, placentero y lujurioso, como ellas supieron desde el principio.
Los vinos, la velada, el entorno, la comida y la música, hicieron su promiscuo efecto. Soltaron la boca, abrieron los cerebros y excitaron sus almas.
Eugenia, siguió dibujando su historia inacabada, le contó las peripecias después de abandonar la tiranía de sus padres. Al recordar ciertas cosas, sus ojos almendrados brillaban con intensidad, siguió contando como una fatal noche, sus padres, a la vuelta de un concierto, tuvieron un accidente; su madre ingresó en el hospital grave. Ella, se acercó a verlos y su padre le recrimino su fuga y no le permitió verla, a los días, su madre murió.
Se hizo un silencio.
Marta no se atrevió a decir nada y esperó paciente que la historia continuara.
Eugenia prosiguió, "En el entierro, coincidí con uno de mis profesores del Real Conservatorio de Música de Madrid, era mi profesor de Violoncello Barroco, Marcial se llamaba. Era una persona afable, decente, mayor que yo. Enamorado de la música y de la vida. Cuando vio como me trató mi padre, cuando terminó el oficio, me llevó a su casa. Me cuidó, suturó mis heridas, habló conmigo, me sanó y con el tiempo, fue mi gran amor.
Volví a tocar, pero en esta ocasión con pasión, con alegría, sin presiones, con naturalidad. Lo hacía desde el sentimiento. La técnica, me la habían impuesto mis padres con sangre. Marcial, me enseñó a disfrutar de lo que hacía, me mostró el corazón y la pasión por el arte. Desde siempre, me acompañó en mi carrera con respeto y yo, al principio con agradecimiento y después con amor fui muy feliz".
Prosiguió la narración pero algo la interrumpió, Eugenia miró a Marta con miedo. "No me encuentro bien", dijo como pudo. La jinete se dio cuenta que era cierto, probablemente eran recuerdos muy tristes que hacían daño y arañaban las entrañas al salir. "Pida un taxi", reaccionó taxativa al maître y salieron del Club Allard. Noche fría, espera y dolor. Eugenia la abrazó mientras tiritaba, la jinete calmaba el miedo con golpecitos en la espalda. El taxi estacionó ante ellas, subieron y se perdieron por las arterias de Madrid.
Pero lo que pasó después, eso fue otra historia.
* Rafael Simón Gallardo es médico y cuenta cuentos inveterado...


















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