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JUAN ANTONIO LÓPEZ LUQUE Martes, 19 de Septiembre de 2017

Con lo que yo he sido

7 am. Suena el despertador, la radio: el puto Pirata me da un susto que si lo pillo se traga a su banda. Me levanto. Me crujen los tobillos, las rodillas y el cuello. Salgo al pasillo rascándome, como todos, con cara de sueño, los ojos hinchados, el pelo tieso, una marca de almohada que me cruza la cara, la boca pastosa. Me duele la mandíbula de haber estado apretando los dientes toda la noche, que yo no sé qué coño como en sueños que cada día estoy más gordo. Una larga y cálida meada, con escalofrío final incluido, me devuelve al mundo de los vivos. Me miro en el espejo por masoquismo puro y no me veo. Me pongo las gafas y doy gracias por no tener nada nuevo, todo sigue igual: la nariz que lo preside todo, los párpados hinchados, unas ojeras como bolsas de marsupial, los labios inexistentes, las arrugas (qué digo arrugas, los surcos marcados a cuchillo); los pelos de las cejas crecen cosa de medio centímetro a la semana, parece ser, que si no me los recorto parezco Leonidas Brezhnev; el puñetero pelo que crecía en el entrecejo hacia adelante (cual cuerno de unicornio) es ahora blanco, a juego con la mayoría de la barba.

 

Canas. Parece ser que la causa de las canas es la falta de la enzima MSR encargada de reducir el peróxido de hidrógeno, inhibiendo a la tirosinasa, que es la enzima necesaria para la producción de melanina. Lo que traducido al español significa, en mi caso, que me hago viejo. Y es como una inundación progresiva, como una cascada blanca que empieza en las sienes, baja por la barba, aparece luego en el pelo del pecho y, finalmente y para tu desesperación, acaba apareciendo (poquito pero apareciendo) allá donde más duele.

 

Sigues el chequeo matutino y descubres con horror cómo los pelos que empezaron a salir en las orejas ya no se circunscriben al orificio auditivo sino que los cabrones empiezan a crecer en los bordes, en plan perro. Los de la nariz ya son viejos amigos y los cortas para que no se junten con el bigote, que se enredan y un tirón de pelo de nariz duele una barbaridad y te hace llorar y entrecerrar el ojo, completamente amargado.

 

Y entonces lo ves. A tu edad. Un punto blanco del tamaño de un grano de arroz justo en la punta de la nariz, donde no se ve. Ahí ya solo tienes dos opciones: a) salir con eso a la calle, que parece que te ha cagado una paloma; b) reventarlo (con cuidado, para que no impacte contra el espejo) y dejar una señal roja sanguinolenta que te hace parecer Rudolf, el reno de Santa Claus. Al final decido que mejor sangre que pus y me dispongo a deshacerme de él. El muy cabrón se resiste y acabo haciéndome una carnicería de cuidado, en plan la matanza de Texas. Me queda la tocha cual pimiento morrón.

 

Resignado me desnudo para meterme en la ducha y vuelvo a mirarme en el espejo. Joder, parezco un manatí. Y a un cuerpo escombro como el mío, le quedan los tatuajes como a un cerdo un esmoquin, la verdad. Con lo que yo he sido. Llorando desconsoladamente me meto en la ducha y, una vez conseguida la temperatura ideal, me relajo por fin bajo el chorro del agua. Bendita agua. Me encanta el agua. Como a los manatís, pienso. Yo no sé ustedes pero yo me lavo siempre igual: primero esto y después lo otro. A lo mejor soy raro, no lo sé, nunca se me ha ocurrido preguntar.

 

Cuando considero que el agua se ha llevado ya mi mal rollo por el desagüe, salgo y me seco. Al terminar ya estoy sudando otra vez, cortesía de la humedad en el ambiente y mi sobrepeso. Me vuelvo a mirar en el espejo y veo el mismo desastre de antes pero limpito, que algo hace. “Tengo que ponerme a dieta” voy pensando mientras me hago media barra de pan tostada, un café con leche y un zumo de naranja que me duran lo mismo que un porro a la puerta de un instituto. Me lavo los dientes. Los míos y los falsos, que están ya empatados en mi boca. Qué colección de dientes, dios mío: cada uno por su lado y de un blanco plátano perfecto. En fin. Me peino. Unos 20 o 30 pelos se quedan a vivir en el peine. Se me ve el cartón pero por lo menos todavía hay pelo, toco madera.

 

Me visto. Las camisetas cada vez las hacen más pequeñas. Creo que han cambiado el tallaje, porque de la XL he pasado a la XXL. Calzoncillos tipo slip no, que soy de muslo rollizo y me rozan, mejor tipo bóxer (a las dos horas, los bóxer se me arrugarán para arriba y me rozarán los muslos, como si lo viera). Pantalón corto y zapatillas con calcetines tobilleros. Me miro en el espejo de cuerpo entero muy poco contento del resultado. Yo debería tener forma de triángulo invertido: hombros anchos, cintura estrecha, brazos musculados, culillo prieto y piernas fuertes pero delgadas. Más bien veo dos triángulos unidos por su base, una forma romboidal, y es que tengo menos hombros que una tubería y me ensancho excesivamente en el ecuador. Es lo que hay.

 

Menos mal que en el Facebook gente de buena voluntad se encarga de recordarte que tienes que aceptarte como eres, que la belleza está en el interior, que todo es un convencionalismo social. Que tú eres único y especial. Pero por otro lado, según la tele y la publicidad, o estás en forma y a la última o no deberías conducir un coche, usar una colonia o limpiar una piscina. Chico, no sé, es todo muy confuso. ¿Qué hago? ¿Me acepto? ¿Cambio? ¿Es el michelín aceptable socialmente? ¿Puedo o no puedo usar Hugo Herrera o Carolina Boss? ¿Puede un señor de más de 100 kilos conducir el nuevo Volkswagen Benz?

 

Bueno, mira, me acepto, tampoco hay que dramatizar. Solo son unos kilitos de más, me digo entrando en el coche con un quejido de esfuerzo (“ñaaay…”) mientras hago mentalmente la lista de la compra (pan y cerveza, básicamente). Entonces me repito a mí mismo que no pasa nada, que ya, si eso, mañana empiezo, que no hay que agobiarse y que hay tiempo para todo. Y por la noche, al quitarme los calcetines con un “ñaaaay!” de esfuerzo, me pregunto si no me estaré engañando a mí mismo y quedándome sin tiempo para cambiar. Si no será mejor comprarme la colonia del supermercado y aceptarme como soy: viejo, gordo, peludo y cascarrabias.

 

Total, de esas cuatro solo podría cambiar las dos menos importantes…

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