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JUAN ANTONIO LÓPEZ LUQUE Sábado, 09 de Septiembre de 2017

Un mensaje en mi muro

En el año 2006 estaba yo trabajando en el bello pueblo de Calpe, en Alicante, en una promotora y cuando no había guiris mirando chalets, me pasaba el día en la oficina muerto de asco. Tenía un ordenador pero era 2006 así que no existía ni Facebook ni Twitter; la gente se comunicaba por SMS o Hotmail, como mucho. Que no existiera Facebook ni Twitter quiere decir que no podías navegar guiándote por lo que ponían los amigos. Si querías ver videos tenías que buscarlos tú en Google o Yahoo!. Era mucho más “libre” que ahora. Nadie seguía a nadie (qué manía), nadie ponía fotos, comentarios o exhibía la mejor parte de su vida para los demás. Eras tú a un clic del conocimiento humano. Nada de videos de accidentes en carreteras rusas, de gatos que se asustan por un pepino, ni de instant karma (nadie sabía lo que era el karma salvo los budistas y cuatro colgados). Así que en vez de perder el tiempo con lo que los demás consideraban interesante, yo perdía el tiempo con lo que yo consideraba interesante: Historia, coches, viajes, boxeo, Historia, animales, libros, Historia, etc. Esas cosas.

 

Un día que estaba especialmente aburrido me puse a recordar lo que me gustaban las historias de los grandes exploradores y aventureros: Amundsen, Scott y su horrible muerte congelado y vencido, Peary, Livingstone, James Cook, al que mataron los nativos en la playa… todo gente que si hubiera tenido Instagram lo hubieran petado, oiga. Pero si yo tenía tres ídolos en mi juventud esos eran Félix Rodríguez de la Fuente, Jacques Cousteau y por supuesto Sir Edmund Hillary, el neozelandés que subió por primera vez (y bajó vivo) el Everest. De los otros dos ya les hablaré en otro momento pero ahora quiero centrarme en Hillary. Si estaría yo flipado con él que incluso me compré una maqueta de un hidroavión solo porque era el modelo que el bueno de Edmund voló en la Segunda Guerra Mundial. Que sí, que lo del Everest lo hizo también el sherpa Tenzing Norgay pero como yo crecí en los 70, solo se hablaba del hombre blanco y era a Hillary a quien yo admiraba. Llámenme racista que yo pensaré que no se enteran de nada.

 

El caso es que ese día se me ocurrió buscar información sobre el tal Hillary, (que le hacía yo alto y bonachón, no sé por qué) pero como Wikipedia estaba todavía en pañales o yo no la conocía, me encontré un montón de páginas casi todas en inglés y me pareció un rollo. A punto estaba de abandonar y buscar “Aston Martin DB5” cuando el nombre de una página en inglés llamó mi atención: se llamaba algo así como celebrity address. Direcciones de famosos. Qué chorrada. En fin, voy a ver qué… ¡sorpresa! Allí delante de mis narices estaba la dirección (postal, en aquel entonces dirección todavía significaba calle, número y código postal) de Sir Edmund Hillary en Nueva Zelanda.

 

¿Sería verdad? Pues mira, yo por si acaso le voy a escribir, pensé, que estoy aburrido. Y ni corto ni perezoso cogí una hoja en blanco y con mi mejor inglés le escribí una carta. Con un boli y a mano (¿se acuerdan?). En ella le decía lo fascinado que estaba de pequeño con su hazaña y que, si no era mucha molestia, me mandara un autógrafo. Esto último fue un impulso de última hora que no tenía planeado pero, qué demonios, por pedir que no quede. Justo en frente de la oficina había un estanco así que compré un sello para Nueva Zelanda (que me costó una miseria) y eché la carta al buzón. Y me olvidé de ella.

 

Como dos meses después mi mujer me llamó al trabajo bastante mosca porque había recibido una carta desde Nueva Zelanda sin remitente pero con letra de mujer en el sobre y cuando le pedí todo excitado que la abriera me dijo:

 

- “Solo hay un pedazo de papel y pone… Ed Hillary, creo”

 

Se pueden imaginar mi sorpresa y mi felicidad absoluta. El autógrafo está desde entonces enmarcado en mi pared. Es un trozo de papel rectangular, no más grande que un posavasos y el trazo está hecho con rotulador negro de punta gorda. Se nota que la persona que lo escribió no tenía muy buen pulso.

 

Sir Edmund Hillary murió apenas dos años después, en 2008 a los 88 años de edad y solo después descubrí que lo de subir al Everest era casi lo de menos. El tío subió otros diez picos del Himalaya, llegó por tierra al Polo Sur (el tercero después de Amundsen y Scott), supe que su mujer e hija murieron en un accidente de avión y que se pasó la mayoría de su vida dedicado a ayudar al pueblo del Nepal a través de la fundación que lleva su nombre.

 

Al final resultó que yo tenía razón: Edmund Hillary era un tío alto y bonachón. Era también uno de mis ídolos de la infancia y cada vez que tengo que subir algún Everest en la vida, miro el autógrafo. Su nombre es como un mensaje en mi muro (el de la casa) que me recuerda la importancia de tirar p’alante.

 

Por cierto, me pregunto cuáles serán los ídolos de los niños hoy en día. Bueno no, mejor no me lo pregunto no sea que me entere y me den ganas de mudarme al Himalaya.

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