Las reglas del juego
Las reglas del juego son pocas, son sencillas para que todos puedan integrarse en él. No hay límite de jugadores, ni mesas particulares y no se puede jugar solo, cuantos más jugadores en la misma partida mejor. Señal de que se ha entendido correctamente sus normas y del éxito del juego, cuyo fin y meta es ser practicado por el mayor número de personas.
Si fueran todos los seres humanos, una utopía, mejor que mejor. Esencialmente se compone de tres reglas básicas e inviolables a partir de las que se juegan las cartas que tocan lo mejor que se puede, como se sabe o conforme el azar, finalmente, decida: 1.- Cada cual puede pensar y vivir como le plazca siempre que no afecte a derechos de otro. 2.- Cada cual tiene que respetar que otros piensen y vivan como quieran. 3.- Quien no respete las dos anteriores normas será expulsado del juego. La partida, aunque parezca lo contrario, no hace tanto que empezó. No lleva realmente jugándose sino desde finales del siglo XVIII (1789 en adelante aprox.), cuando eran escasos los participantes. Poco a poco, con algún que otro período de suspensión localizada, ha ido enganchando a más integrantes y, hoy, es el juego más popular del planeta gracias a Dios, Alá, Buda, Arioco o la Balanza Cósmica que ocupa los Espacios Grises del Universo, a gusto del consumidor. Lógicamente depende de los jugadores, de su personalidad y carácter la limpieza del juego.
Claro que hay fulleros y tramposos de todo tipo y condición. Unos, normalmente los mejor situados en el tablero, se deslizan por el filo de la navaja de las normas sin llegar a cortarse aunque, otras veces, fuerzan demasiado su suerte y se hieren en ocasiones sin cura. Otros, la inmensa mayoría, jugamos con lo que tenemos y acatamos fielmente las reglas aunque no sea siempre fácil o nos suponga un sacrificio. Se llama el Juego de la Convivencia y de un modo u otro, respetando o pasándose por el forro las reglas, al nacer compramos fichas y hemos de jugar nuestras cartas, descartando las que sobren y cogiendo del mazo, en cada turno, las que toquen esperando sean comodines o ases sin acordarnos que no hay tantos. Los expulsados y aquellos que no quieren jugar deben respetar la norma del mus “los de fuera de la mesa se callan y dan tabaco”, pero lamentablemente no lo hacen. Se comportan como niños a quienes no se atiende, molestando e intentando reventar la partida simplemente porque ellos no quieren jugar a ese juego ni con esas reglas. No les basta estar al margen. Quieren evitar que otros de su grupo participen y quieren impedir que cualquiera juegue a la convivencia pacífica. En este juego de libertades no tienen cabida muchas más personas de las que inicialmente parece.
No pueden jugar los violentos impositores de ideología, ni los violentos de género que no respetan la libertad de sus parejas, tampoco los acosadores sexuales ni los corruptos que vulneran y chocan contra los derechos de alguien o de muchos. Pero los que no pueden, de ninguna de las maneras, participar son aquellos que pretenden imponer sus creencias, modos de vida y costumbres retrógradas, obsoletas y denigrantes al resto de los participantes, al resto de la humanidad. Aquellos que no son capaces de actuar racionalmente porque únicamente entienden del principio de autoridad, aquellos que disfrutan rompiendo la partida sin importar el medio utilizado, el daño provocado o la cantidad de perjudicados. Igual da que pretendan quebrarla en Nueva York, Londres, Madrid o la inmortal París, es la misma partida y los mismos indecentes seres a los que me resisto a calificar humanos. Lo mismo da cómo quieran llamarse, cuáles sean sus siglas, en nombre de qué o de quién digan actuar o que desplieguen su actividad en una comunidad autónoma, un país o el mundo entero.
Igual de despreciable es quien actúa así con una persona, como quien lo hace con todo un país. Mentes por desarrollar carentes de la materia prima necesaria para evolucionar al ser humano que, por naturaleza y nacimiento, aspiraban y debían ser. Pero tiene una pega, una gran disfunción este Juego de la Convivencia. La aplicación estricta, exagerada y desmesurada de las dos primeras normas provoca tibieza en el uso de la tercera. No tenemos costumbre ni ganas. Al fin y al cabo cualquiera puede incorporarse al juego en cualquier momento y ataca nuestra esencia dejarlos al margen. Lejos de ser un defecto es la gran virtud del mismo. Jugando se aprende y hoy te ha tocado a ti, París, hoy han intentado quebrar la partida y alejarnos a todos de la mesa de juego. Radicalizarnos y conseguir que tiremos las cartas cambiando de juego.
Que entremos en su casino de cartas marcadas, dados cargados y ruletas trucadas sin otras normas que la sumisión y obediencia ciega. Que no lo consigan es la mano que toca jugar para después aplicar, sin tapujos ni miedos, la tercera regla. Estáis expulsados, no podéis jugar, no queremos veros rondando la mesa. Os equivocáis al pensar que el daño provocado debilita, los huesos quebrados sueldan mucho más fuerte y más si se escayolan con la bandera de la igualdad, la legalidad y la fraternidad. Jamás creí que pensaría esto pero, hermanos franceses aquí estamos para lo que necesitéis de nosotros, pues como le dijo el embajador español a David Niven en '55 días en Pekin' mientras preguntaba si resistir o marcharse ante lo que se le venía encima, en el diccionario español no existe la palabra huir.
*Enrique Vila es abogado. Fundador del despacho Romiel y Vila Abogados


















Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.185