La señora de la curva (una historia real, creo)
Casi todos solemos hacer un recorrido más o menos repetitivo al volante. De casa al colegio de los niños o a su parada de autobús; de ahí al trabajo y del trabajo a casa, y vuelta a empezar. A Mercadona, a pilates o a padel y de nuevo a casa casi siempre por la misma ruta.
Tanto es así que el cerebro se relaja, funciona en automático y no es extraño que queriendo ir al kiosko despiertes en Ikea sin saber por qué, máxime cuando estás junto al desierto Cuartel de Rabasa. Parado ante un semáforo en uno estos redundantes circuitos me fijé, en un momento de consciencia, que en la base de una farola había atado un ramo de flores marchitas. No le di más importancia, la carretera está plagada de estas señales de lamento y pérdida, de recuerdo de seres queridos y aviso a navegantes. Son esos lugares en que los sueños de los protagonistas finalizan y empiezan las pesadillas de familia y amigos. Cada vez que pasaba (y paso) por allí la vista se me iba sin remedio a las secas flores con un inevitable sentimiento de pena hacia quien las pusiera en su día. Casi exclusivamente frente a ella, pues imaginaba a una madre, esposa, hija o hermana recordando el momento de la fatal noticia mucho más que a un padre, hermano o cuñado, ahogando sentimientos de otro modo. El desconocido destinatario del recuerdo me afligía mucho menos que quien se iba a pasar la vida echándole de menos. Un día algo llamó mi atención.
Ya no estaba el ramo seco y marchito sino otro de frescas y vistosas flores con un cuenco de agua mojándoles el tallo. Miré alrededor esperando ver a alguien con otras secas en la mano pero fue en vano, así que si antes me fijaba ahora esperaba con anhelo llegar al lugar para intentar conocer quién se encargaba de cambiarlas y si coincidía con la imagen que me había hecho de ella. Fue imposible. No obstante, noté que alrededor de cada dos semanas se cambiaban. Seguramente tendríamos horarios distintos e incompatibles. Un viernes, hace ya tiempo, hacía el recorrido con una hora de diferencia cuando pasé por el lugar y la vi con el manojo seco en la mano muy cerca de donde había otras recién puestas con agua limpia. Una señora mayor, no anciana, con la espalda cargada y paso lento, sin urgencias. Vestía a tono con el conjunto humano, falda gris a media pantorrilla, camisa clara y rebeca granate, fina e innecesaria; zapato cómodo plano y pelo gris, corto, cuidado y peinado hacia atrás. Tuve la intención de parar, presentarme y decirle lo mucho que sentía lo que le hubiese pasado a su ser querido pero, por desgracia, se quedó en ese impulso inservible de las cosas que se piensan pero no se hacen ni se dicen. ¡Limbo estúpido e inútil disfrazado de vergüenza y cobardía a partes iguales, agitado no batido!. Seguí pasando por el lugar con la esperanza de remediarlo, comprobando que las flores se cambiaban con la misma frecuencia pero sin volver a verla, a pesar de que aprovechaba cualquier ocasión para ir a horas y momentos distintos del día. Estaba decidido no sólo a presentarme sino a ofrecerme para aliviar su peso, para cambiar, si las fuerzas le fallaban, las flores y que supiera que en aquel lugar siempre las habría tan frescas como su recuerdo. Todo en vano, al puñetero destino no le pareció bien darme otra oportunidad. Lección aprendida, espero. Continuamente seguía viendo el manojo de flores dándole cada día menos importancia.
La rutina es, sin duda, una enfermedad crónica de la voluntad que la debilita hasta anularla si no se rompe con ella. A veces es tal la adicción a ella que no existe cura posible porque el afectado no se considera enfermo. El que respira mal desde pequeño piensa que respira normal. Aunque seguía pasando habitualmente por el lugar sentía desde hacía meses que algo había cambiado sin saber qué. Intenté fijarme más sin dar con el motivo. No parecía haber nada extraño pero no lograba quitarme la sensación de anormalidad, así que un día aparqué y me acerqué para verlo de cerca. No había bote de agua que refrescara las flores, no había necesidad, nadie las volvería a cambiar por otras y estarían vistosas por más tiempo.
Eran de plástico. No sé si siempre fueron de plástico y mi imaginación me engañó. No sé si tuve una alucinación fruto de las leyendas urbanas o, si efectivamente vi a la señora de las flores cambiarlas aquel día en que dejé pasar la oportunidad de hablarle. Tampoco sé si ella fue consciente que le fallaban las fuerzas e hizo lo único que podía hacerse y, ni tan siquiera de si se ha fundido en un cálido y amoroso abrazo, sonriendo, con quien tanto echaba de menos. Las de plástico siguen allí, en el cruce y curva derecha de la rotonda de la Avda. del Pintor Fernando Soria con la Avda. del Locutor Vicente Hipólito, bajo su farola, tras pasar el cuartel de la policía local y los bomberos en dirección a la Playa de San Juan y antes del gimnasio Arena, para todo el que dude o, simplemente, quiera verlas.
*Enrique Vila es abogado. Fundador del despacho Romiel y Vila Abogados


















Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.185