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JUAN ANTONIO LÓPEZ LUQUE Lunes, 24 de Diciembre de 2018 1

El descampado

Más allá de la Plaza de la División Azul en Alicante, no había nada. Para mis ojos infantiles era el fin de la ciudad, de la civilización. A lo lejos, lejísimos (como unos 500 metros), se veían algunas fábricas y más lejos todavía, azules en la distancia, las montañas. Detrás de la casa de mi abuela en la calle Canónigo Galvis, el último bloque construido (tres pisos, materiales de mierda, habitaciones pequeñas) se extendía el tortuoso y seco terreno en el que los niños normales se adentraban jugando, corriendo y gritando, y al que yo me acercaba con cautela profesional de niño miedoso. Desde la ventana de la habitación de atrás (un tercer piso) había una vista increíble del campo y las montañas. Nosotros lo conocíamos como “el descampado”. Allí merodeaban seres interesantes aunque peligrosos en potencia, me figuraba yo, y daban a aquel sitio un aura de misterio irresistible. De allí salía varias veces a la semana un cabrero con su mísero rebaño de animales escuálidos al que mi abuela siempre bajaba una bolsa de pan duro. En la tierra de la calle sin asfaltar quedaban, negras y redondas, las cagarrutas. También por allí vivía una familia de gitanos, decían, en una de las cuevas que salpicaban aquel paisaje que parecía salido de una peli de vaqueros. A mí aquellos gitanos (a los que nunca llegué a ver) me daban pánico y me los imaginaba como partidas de Comanches merodeando por los barrancos pero con burros en vez de caballos. Los niños de los 70 no éramos todavía políticamente correctos.

 

El descampado llegaba hasta el mar en la zona de Babel aunque yo jamás me atreví a comprobarlo. Poco después comenzaron a urbanizar la zona y construyeron lo que conocíamos como “los pisos nuevos”, edificios altos y modernos con jardines, tiendas y parkings que convirtieron inmediatamente a los antiguos en casuchas para pobres. Y a mí me quitaron la vista infinita del descampado. En el Alicante de los 70 y 80 no era ese el único descampado. Los había en Benalúa, en Altozano, en el Pla, en San Agustín y en la Florida. Los había por todas partes porque la ciudad aún estaba creciendo en su interior. Cuando se acabaron los descampados la ciudad comenzó a expandirse.

 

Eran los descampados sitios mágicos para los niños: allí se podía correr, jugar a mil cosas, encontrar tesoros: mi primo y yo llegamos a tener una colección de docenas de latas de bebidas prácticamente todas encontradas en descampados en una época en la que “reciclar” era un verbo que no se usaba y un descampado era un imán para la basura y los escombros. Para nosotros, niños de ciudad, los descampados eran lo más parecido al campo, a la libertad. Eran sitios libres de humanos adultos y de todas sus cosas (señales, aceras, papeleras, coches, etc.).

 

Ya no quedan descampados así en Alicante. Los pocos que hay, la mayoría comprados por promotoras, están vallados y con cartel gigante que anuncia, a todo color, la construcción de 22 viviendas de dos, tres y cuatro dormitorios.

 

Por eso fue una sorpresa encontrarme con montones de descampados en Arrecife, la capital de Lanzarote. Una sonrisa bobalicona se me plantó en la cara al reconocer en esos mismos descampados a aquellos otros en los que yo, de niño, tantas veces pasee, jugué y soñé. Los hay enormes y polvorientos, otros pequeños y con rastrojos, tal y como yo los recordaba. Pero faltaba algo y entonces la sonrisa se me borró de la cara: ya no hay niños jugando en los descampados. Las playstations, las clases extraescolares y la sobreprotección han empujado más y más a los niños a sus casas o a parques especialmente diseñados para ellos; para que sus tiernos huesos no se partan al caer al cemento desde aquellos columpios de hierro oxidado que conocimos nosotros, los que crecimos en el último tercio del siglo XX.

 

Y una nostalgia enorme me invadió de repente; nostalgia de la infancia lejana, del mundo que ya no existe, de la juventud perdida o yo qué sé. Y cuando el pitido del coche de atrás me despertó de mi ensoñación y arranqué por fin, vi por el rabillo del ojo a dos niños correr por el descampado.

 

Y sonriendo al espejo retrovisor, volví a tener fe en la humanidad.

 

Comentarios (1)
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  • Arturo

    Arturo | Miércoles, 26 de Diciembre de 2018 a las 10:19:42 horas

    Como siempre me ha encantado y me reconozco en tus palabras... Ayuntamientos del mundo... Dejad descampados para los niños!

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