Día Martes, 30 de Diciembre de 2025
Polvos y lodos
Desde que el hombre es hombre, desde que abandonó su caverna y empezó a querer dominar la Naturaleza, a ser dueño de sí mismo, a pensar y progresar, a vestirse y comunicarse con los demás, a querer transmitir vivencias y gozar con algo más que las necesidades animales básicas: comer, beber, dormir y reproducirse, le ha acompañado un lado oscuro inseparablemente inserto en su esencia. Ha considerado la guerra como una forma legítima y natural de resolver conflictos. Dañar a sus semejantes hasta reducirlos, subyugarlos o exterminarlos no solo le ha parecido correcto sino que, en ocasiones, la única forma de afrontar su propio desarrollo.
Claro que, al invadir y afectar a otros seres humanos de igual parecer, el conflicto se hace inevitable. Es más, se ha elevado a las alturas de señalados personajes históricos a quienes destacaron. Las hazañas de Alexandros y las menos gloriosas, no menos sangrientas, de su tuerto progenitor Filipo de Macedonia. La heroicidad de los trescientos espartanos capitaneados por Leonidas sacrificando sus vidas tabicando de cadáveres, propios y ajenos, en el angosto paso de las Termópilas. La expedición de los diez mil de Jenofonte paseando su ejército por Asia de vuelta a casa. Marathon y Filípides muriendo exhausto para dar la noticia de la victoria, tras más de cuarenta y dos kilómetros de carrera. Anibal y Escipion dándose caña en la península ibérica, en la itálica y en el norte de Africa, hasta la extrenuación.
Julio César en la Galia, Claudio en Britania, Trajano por todas partes. Don Pelayo, Boabdil y D. Rodrigo Díaz de Vivar, reconquistando la península arrebatada. Carlos I, Felipe II y los que les sucedieron hasta la total pérdida del Imperio. Los trece hombres que pasaron las raya de Francisco de Pizarro y conquistaron Perú. Los Tercios de Flandes, el sitio de Zaragoza, la resistencia gaditana a Napoleon o la guerra de guerrillas que acabó por expulsarlo. Los últimos de Filipinas y tantísimas otras confrontaciones en las que ambos bandos, provistos o desprovistos de medios, trataban de solventar a mamporros sus diferencias irreconciliables, o mejor, las de sus gobernantes demócratas o tiranos, que a estos efectos tanto monta que monta tanto.
Y todo admitido con resignada normalidad porque, queramos o no, nos parece connatural, esencial, innato, lamentable pero asumible aunque solo sea por reiterado históricamente. Ahora bien, la especie humana es tan libre que lo mismo evoluciona que lo contrario. Con la misma facilidad que progresa involuciona. ¿Qué otro nombre puede darse a quien entiende que matar aleatoriamente es la solución? ¿Qué puede pasar por la mente de quién así actúa y de quién así ordena actuar?
La madre o padre que no llegará a casa, el novio al que nunca se volverá a abrazar, el niño que nunca más jugará ni tendrá la oportunidad de vivir experiencias vitales, esas que nos hacen humanos, los hijos que tantos desvelos provocan, el estudiante esforzado y dedicado que intenta medrar y el que, menos preocupado, aún no ha vuelto a casa. La pareja que despedimos por la mañana por última vez, el trabajador en el sitio inadecuado en momento inoportuno, el amo de la mascota que eternamente esperará su regreso.
Ningún pueblo, por cruel que haya sido, ha entendido que arrojar una lanza al aire, tensar un arco o arrojar una piedra sobre una multitud para que alcanzara a cualquiera sin objetivo definido, sin distinción de edad o condición, era la manera de afrontar su destino. Es más, para los bravos y esforzados guerreros de todos los tiempos, perder la cara al enemigo, esconderse y esconder la mano que tira la piedra, negarse a plantar cara al adversario no es valor sino todo lo contrario. Es la más miserable de las cobardías, la más abyecta muestra de miedo al enfrentamiento.
Esta categoría de seres no merecen ni un segundo más de atención, ni una línea, palabra, sílaba o pulso del teclado. Tener que compartir mundo con ellos es tan lamentable como coexistir con el virus del ébola o la viruela con la diferencia de que éstos no tienen elección, se comportan así naturalmente pues carecen de voluntad para no hacerlo. Bien pensado, quizá no sean tan distintos.
Y, como no podía ser de otro modo, hay quien aprovecha la ocasión para hacerse oír, para no ocultar tendencia y soplar en la brasa de la desgracia ajena. Hay quien no se sonroja, ni siente vergüenza de su inoportuna e inmeditada locuacidad, hay quien, incluso, se siente orgulloso de verbalizar sin filtrar y sin atender a que, el cargo conlleva la difusión.
No se me verá defendiendo intervenciones bélicas pero de ahí a sostener, como han hecho los insignes alcaldes de Valencia y Zaragoza, que de los polvos de Irak vienen los lodos de Bruselas, Londres, París o Madrid, media un abismo. Mejor dos. Y si encima se vierten a renglón seguido, cuando los vidriosos ojos no han secado aún, cuando sigue manchado el serrín secante de la sangre de inocentes transeúntes y se consumen las velas de desesesperación de padres, madres, parejas, hijos, amigos y vecinos, no se trata ya de torpeza pues roza, si no entra de lleno, en una insensibilidad imperdonable a un cargo público.
Como consejo, que doy a mis hijos como a mí me dieron, a veces es mejor contar hasta diez antes de hablar.




















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