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ENRIQUE VILA
ENRIQUE VILA Martes, 30 de Junio de 2015

Libros de texto, impuesto encubierto

Ayer una vecina me pidió los libros de mi hijo menor de tercero de educación primaria, comprados nuevos para este año a pesar de que el año pasado también los tuve que adquirir nuevos por cambios en el formato, según dijeron, y en los contenidos. Obviamente le dije que sí y que dispusiera de ellos, pues a nosotros ya no nos hacían más que ocupar espacio.

Diez minutos más tarde me los devolvió con la misma cara de enfado que se me quedó a mí al comprobar que ninguno (he dicho bien, ninguno de las ocho asignaturas con libro de texto) repetían libro y que todas, por una cosa o por otra, lo modificaban. Estas asignaturas eran Valenciano, Lenguaje, Matemáticas, Educación Artística, Inglés, Religión, Ciencias Naturales y Ciencias Sociales. Surge inmediatamente la pregunta de si los contenidos y la forma de impartirlos, son objeto de sesudos estudios pedagógicos todos los años en los que insignes psicólogos de la conducta y de la enseñanza infantil se reúnen en simposios multitudinarios que arrojan resultados contrarios a los del año pasado y motivan estos cambios para llegar mejor a la mente de nuestros hijos. Me temo que la respuesta es clara. Igualmente surge la duda de si los contenidos de las Ciencias Naturales impartidos a nuestros pequeños cambian todos los años debido a novedosos descubrimientos científicos que alteran, por ejemplo, las partes de las plantas (en mi época, casi el pleistoceno, eran raíz, tallo, rama, flor, hoja y fruto) descubriendo la existencia de otras que el año anterior ni se sospechaba existieran, o que en esta misma materia se haya comprobado que las bombas no sólo caen por la ley de la gravedad sino también por su propio peso. Podría ser. O si algún acreedor de la medalla Fields en matemáticas ha resuelto el problema de P vs NP o cualquiera otro de los siete enigmas del milenio y se considera necesario trasladar este conocimiento a los niños además de la forma de sumar, restar, multiplicar y dividir.

Pero, he tenido que desecharlo porque los siete enigmas del milenio llevan sin resolverse desde el año 2000. No obstante, debe de haber otra razón. También me he llegado a preguntar si tanto el Valenciano (lengua útil donde las haya) como el Lenguaje Español en su larga tradición, experimenta todos los años alteraciones básicas y fundamentales que aconseje modificar los libros de enseñanza. Es posible que “cajón” ya no se escriba con “j” sino con “g”, alterando el dicho de que esto es de cajón por el de esto es de cagón. Quién sabe. Pero lo que no llego a entender es que se produzcan estas fundamentales alteraciones que modifican los libros de nuestros estudiantes de Primaria y Secundaria en la materia que queda, es decir, Religión.

Salvo que el Angel Anunciador notificara por whatsapp a Nuestra Señora la Buena Nueva, suponiendo que en el Portal de Belén tuvieran wifi abierta, o que cuando Jesús se acercara a Lázaro pensara aquello que inmortalizó el inigualable Gila, “mucho sueño para un hombre adulto” y decidiera despertarlo, me parece que una asignatura que se basa en la tradición e inmutabilidad de sus enseñanzas y dogmas no tiene razones para modificar sus textos de año en año. Mi legendaria perspicacia (no contaban con mi astusia decía el Chavo del ocho) me hace sospechar que tiene que haber alguna otra razón que todo el mundo intuye pero que nadie se atreve a decir, probablemente por ser portadores del llamado gen “squirell” o “falso nueve” analizado en artículos anteriores. ¿Cabría la posibilidad de que determinados grupos económicos estuvieran interesados en tener un mercado de venta de libros innecesarios pero perpetuo? Inmediatamente he tenido que desechar tan infundada sospecha, pues si así fuera nuestros desinteresados gobernantes habrían intervenido con su agilidad habitual en beneficio del pueblo, poniendo límites a un tributo encubierto totalmente inútil para sus representados que han puesto toda su confianza en la gestión correcta, recta y cabal de los intereses generales.

Es decir, la gestión utilitarista que acomete el gobierno nacional y autonómico (la mayor felicidad para el mayor número) habría tomado cartas en el asunto y evitado que el beneficio que pudiera suponer para unos pocos esta torcida conducta se impusiera al ahorro y comodidad que resultaría para la población en general. Y ahí me he quedado, puesto que sigo sin comprender cuál puede ser el razonado, ponderado y recto criterio que aconseja cambiar estos libros todos los años, lo que podría convertir la cuestión en el octavo enigma del milenio si alguien con más capacidad que el que suscribe no lo resuelve.

De momento yo me preparo, al igual que mi vecina, a soportar estoicamente el gasto que supone la compra de libros nuevos para mis hijos en Primaria y Secundaria con la tranquilidad y el convencimiento de ánimo de que si ningún gobierno, de ningún color o tendencia, ha hecho nada al respecto es porque debe de existir una buena y legítima razón para ello. Quizá, como reflexión final, sea el tiempo de proponer partidos transversales que defiendan los intereses concretos pero eso, eso es otra historia.

 

*Enrique Vila es abogado. Fundador del despacho Romiel y Vila Abogados

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